Parecía un desfile de luces, animado por el rugir de las motos y de las olas. Había logrado resolver lo más importante, pero con el viento en Rapa Nui nunca se sabe. Es constante, refrescante y compañero; pero también puede comportarse como un dios, con sentido del humor o despiadado.

Era noviembre 1977 y yo, como el único controlador de tránsito aéreo de la Dirección de Aeronáutica Civil en Isla de Pascua, estaba a cargo el aeropuerto. Mi oficina era una caseta con equipos de medición como el anemómetro, altímetro, un radio y un micrófono. Estaba a ras de piso: mi visión era la misma que desde una casa normal. Todo era muy sencillo, porque entre vuelos nacionales y de la Polinesia no superábamos los cinco aterrizajes a la semana. Aunque desde que supe de ese particular vuelo, algo sospechaba, algo me inquietaba.

La vida en Rapa Nui era una maravilla. Yo me había trasladado desde Arica con mi señora y mis hijos. Junto a más de 15 isleños teníamos un grupo de motoqueros llamado Tokerau (viento), con quienes ya habíamos realizado competencias. Unos con más destrezas, otros con mejores máquinas para las hazañas, mi moto tenía el tapabarro bajo y cada cierto rato debía parar y con un palo sacarle todo lo que se le atrapaba.

Todas las mañanas yo salía a trabajar en sandalias, pantalones cortos y polera; muy en contraste con el uniforme azul de mi compañero de oficina, el radiotelégrafo de la FACH con el que por horarios pocas veces coincidíamos. De hecho, ese día de noviembre yo estaba solo. Me había llegado información sobre un avión de doble hélice, harto más pequeño que los que siempre esperaba desde el continente. Sólo traía al piloto y varios galones de combustible que debía llevar hasta el final de su recorrido. Rapa Nui era su primera escala y era un vuelo que estaba pasando a la historia al salir de Chile a la isla, luego a la Polinesia y, finalmente, a Australia. Pero a pesar de todas las mediciones y la inteligencia humana, la naturaleza era más fuerte: el piloto me informaba con dificultad dónde y cómo venía, ya que el viento impedía que esta comunicación fuera exitosa. Se esperaba que arribara de día.

La pista del aeropuerto Mataveri no tiene luces, la torre estaba en construcción y antes de aterrizar el avión debía sobrevolar dos volcanes: el Rano Kau -que se vuelve muy peligroso por el viento, ya que puede producir una colisión por arrastre- y el Oritos, que está al frente. Sólo entre ellos se puede hacer la bajada hacia la pista.

Se acercaba la puesta de sol y el viento aumentaba. Fue cuando sentí un escalofrío: según mis cálculos, el avión llegaría pasadas las 10 de la noche. La isla no estaba preparada para recibirlo.

Pasaban los minutos, la noche era inminente y yo seguía dentro de mi caseta pensando cómo evitar esto que podía terminar en una gran explosión. Improvisar un aterrizaje sin luz era muy riesgoso. Por protocolo, un avión debe traer combustible para sobrevolar la isla por dos horas y si no puede descender, debe poder volver a Chile. Pero éste era un vuelo especial y volver al continente ya no era una posibilidad.

El tiempo seguía pasando. El mar que está justo al lado del aeropuerto llevaba su ritmo entre los acelerados latidos de mi corazón al no saber qué hacer. Además, esa noche había viento. Hasta que escuché el sonido de una moto al pasar y se me ocurrió una idea. Llamé por teléfono a mis amigos de Tokerau, quienes se encargaron de buscar al resto y en cuestión de minutos vi cómo un amanecer de luces se acercaba. Las motos se pusieron a cada lado de la pista y la iluminaron. Quienes las manejaban igual estaban asustados, en posición de alerta, con un pie en el acelerador y otro en el suelo. En caso de que el piloto del avión no viera bien la pista, los pasaría a llevar como por efecto dominó. Otro drama. Ellos se arriesgaban a terminar arrastrados, quemados o incluso muertos por tratar de ayudarme. No podían estar a mucha distancia de la pista, pues las luces de las motos eran de mediano alcance, aunque en conjunto daban un gran efecto.

El avión se empezó a escuchar en el aire, los motores rugían sin parar y yo continuaba avistando cómo sorteaba los volcanes. Una vez superados los obstáculos, descendió, aterrizó y comenzó a avanzar entre las luces. Los que estábamos ahí sentimos un desfile de emociones. El sonido del mar y el viento se rindieron ante el ruido de las hélices y los motores, como si la naturaleza noblemente dejara que el hombre la dominara por unos instantes sólo para salvar vidas. El Tokerau, el viento isleño, había sido el principal peligro durante toda esta travesía aérea y ahora estaba encarnado en un grupo de motoqueros. Los aplausos se generaron espontáneamente.

Más tarde, el piloto australiano contaría en la prensa de su país que los pascuenses le habían salvado la vida.

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