Durante el 2018 estuve en Torres del Paine como subchef en el hotel Patagonia Camp. Tenía 26 años y era mi tercera vez en Patagonia. Trabajaba diez días y me daban libre cinco, los que ocupaba para recorrer lugares que me habían quedado pendientes: Ushuaia, Chaltén, la isla Magdalena. Un día alguien me habló de Puerto Williams y de un trekking que era el más austral del mundo. Era mayo y decidí hacerlo.

Desde Punta Arenas me subí a una avioneta hasta isla Navarino, donde está Williams. Recién llegado busqué un mapa del circuito de los Dientes de Navarino. A la persona que me lo entregó le pregunté si podía hacer el trekking en tres días. Me respondió que sí, si es que caminaba a buen ritmo. Dejé constancia del viaje en Carabineros. Partiría al día siguiente.

Iba preparado. Había comprado una carpa de calidad y tengo un buen saco. Además, ya estaba acostumbrado al frío. Llevé comida para tres días, un kilo de arroz extra y queso rallado para los fideos. Me dijeron que debía comprarme una brújula o un GPS por si me perdía. Pero las dos tiendas donde arrendaban productos de trekking estaban cerradas. Me acosté temprano para estar descansado.

El día del inicio de la caminata, el clima estaba bueno. Apenas salí del pueblo me empezaron a seguir tres perros. Les hice cariño. Siempre he tenido conexión con los animales. De pronto, los cuatro empezamos hacer juntos el trekking. Al final de ese día, a mis nuevos compañeros ya les tenía nombres: la hembra era la Manchita, al otro le puse Scotch y al último lo llamé Sinco.

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Foto: Javiera Gandarillas

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Era mi primer trekking largo en solitario. Crucé la cascada de la Virgen y el cerro Bandera, donde me encontré con dos personas, las últimas que me vieron. Ese día avanzamos bien y puse la carpa en el Paso Primero. Ya estaba todo nevado y puse bolsas de basura para impermeabilizar el piso. Deje un poco de ese plástico para los perros afuera, porque no quería que se metieran a la carpa. Pero se daban vueltas y lloraban. Pensé que ojalá se devolvieran a Williams, pero no se iban. Sentí que eran una carga. Estaba más pendiente de los perros que de disfrutar el viaje.

Al final los llamé y dormimos todos calentitos dentro. La Manchita durmió a mis pies y los otros dos perros, a mi costado. Todos esos días prepararía comida para los cuatro; mis raciones las dividiría con ellos.

Día 2

Estaba todo nevado en los faldeos de los Dientes de Navarino y llegué a acampar en el Paso Guerrico. Los perros caminaban por la superficie de los lagos congelados. A mí me daban ganas de hacer lo mismo, pero no me podía arriesgar a que el hielo no soportara el peso y caer.

Esa noche, al armar la carpa, dos perros entraron y Sinco quedó fuera. Sentí un viento que venía de las montañas y azotó la carpa varias veces, hasta que rompió una varilla. Toda la noche fui embestido por las ráfagas. Me dio miedo. Amarré la carpa como pude. El clima estaba muy frío. Se me congelaban las manos armando o desarmando la carpa. Pero no me desanimaba, porque quedaba solo un día para volver a Williams y dormir calentito en una cama.

Esa noche soñé con mis amigos y, a la siguiente, con mi familia. Sentí algo cuático, que algo me iba a pasar… los sueños eran casi como una despedida.

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Foto: Archivo Jaime Tapia

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Día 3

Con los perros desayunamos arroz; ésa fue la comida del día. Sentía energía suficiente, así que con eso estaba bien. Veía el mapa y me quedaba súper poco. Calculé que iba a salir del circuito súper temprano.

El trekking está dividido en varios hitos que marcan la ruta y aparecen señalados en el mapa-guía que me dieron en Williams. Yo no veía las señales de los hitos, pero todo coincidía con lo que iba viendo en el mapa: montañas, castoreras, bosques y calafates. A lo lejos vi agua y pensé que era el Canal Beagle. Seguí bajando en ese sentido y se hizo de noche. Pensé que me había demorado más sacando fotos o contemplando el paisaje.

Armé la carpa, ya rota. Esa noche fue maravillosa, la mejor de todas. No había viento, estaba despejado y había una luna roja. Los perros y yo estábamos tranquilos.

Día 4

Al amanecer avancé hacia el oeste, hasta que llegué al agua que pensaba que era el mar. Cuando vi que era un lago, me di cuenta que estaba perdido. Pensé que había caminado hacia dentro. El paisaje era más boscoso. Decidí andar en sentido opuesto, pero con la duda si sería o no la ruta.

Traté de ser positivo, pero me daban bajones. Me preguntaba cómo me perdí. Llegué a creer que los perros me iban a comer. Pensaba que no me podía morir sin volver a comer ramitas de queso o tomar una pilsen. Cosas así me daban fuerzas para seguir caminando.

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Foto: Javiera Gandarillas

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Esa noche llovió. Armé la carpa y metí a los perros. Al manipular cosas se me congelaban las manos. Andaba con un celular que encendía para ver si había señal. Cada cierto rato mandaba un mensaje, sin respuesta. Esa noche estaba muy angustiado, pero el cansancio me hizo dormir.

Día 5

Traté de seguir el camino que había tomado y encontré el lugar donde acampé la tercera noche. Me puse feliz; seguía perdido, pero nuevamente me iba orientando. Les decía a los perros: "¡Miren, lo encontré!". Quería que ellos me dijeran algo, pero por su mirada sé que me entendían. Podía ver los Dientes de Navarino, que otra vez se transformaban en punto de referencia.

Seguí caminando, pero no pude encontrar el sendero. Me desorienté y no vi más los Dientes. No supe dónde ir. Me quedé en blanco, desesperado. Gritaba por ayuda. Los tres perros, de la nada, comenzaron a subir la montaña. Me dije: "olieron el camino" y los empecé a seguir en un difícil ascenso.

Cuando llegué a la cima, pasó un helicóptero sobre nosotros. Yo gritaba: "¡Aquí, aquí!". Le saqué el protector reflectante a la mochila, lo agité y nada. Por lo menos me están buscando, pensé. O a los perros.

Aún no anochecía, cuando empecé a descender. Hacía mucho frío y sentía el desgaste de haber subido ese cerro resbaloso. Busqué un lugar menos congelado. Toda la vegetación estaba blanca, hasta que llegué a un lugar con madera para hacer fuego y que el helicóptero viera el humo.

La leña estaba congelada. Volteé mi banano. Del pasaje de avión de retorno a Punta Arenas saqué todos los bordes de papel para usarlos y hacer fuego. Aun así no pude. Tanteé el gas de la cocinilla. Me quedaba poco. Hice mi última comida y usé el resto como soplete hasta hacer fuego.

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Foto: Archivo Jaime Tapia

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Estuve toda esa tarde esperando. Desesperado, pensé en quemar el bosque para que me vieran; total había una laguna cerca para apagarlo, pero me arrepentí. En mi banano encontré un dulce. Fue el caramelo más exquisito de toda mi vida. Eso fue un impulso de vida, ahora lo puedo ver.

Día 6

Con las brasas, prendí el fuego nuevamente. A la una de la tarde me di cuenta que no iban a volver a pasar por acá. Había perdido toda una mañana de caminata. Apagué el fuego, desarmé la carpa y seguí avanzando.

Pasé montaña tras montaña. Subía y bajaba. Decidí ir a las cumbres de mi costado. Fue un desgaste tremendo subir y luchar con la vegetación. Volví a ver agua a lo lejos; por sus dimensiones tenía que ser el Canal Beagle. Vi luces a lo lejos: "Civilización", pensé. Cuando empezó a oscurecer, vi que ese gran resplandor era Ushuaia. Me ubiqué geográficamente y supe en qué dirección caminar. Fue una felicidad tremenda. Quería seguir, pero la noche me había pillado en la montaña.

Fue la peor de todas. Puse la carpa sobre piedras y coloqué toda mi ropa para que acolchase el piso. Estaba durmiendo cuando sentí que afuera el Sinco ladraba. Un puma, eso se me vino a la mente. Un puma que se va a comer a mi perro. ¡Con mi manada no! Abrí la carpa y los otros dos perros salieron corriendo. Agarré una piedra, decidido. Iba a pelear contra lo que fuera para defenderlos. Entonces apareció el helicóptero. Pero ahora me buscaba abajo en el bosque… los perros le ladraban, saqué la linterna, le hice señas. Grité.

Nada. No me vieron. No importa, me dije, mañana salgo sí o sí. Me acosté con esa seguridad.

Descendí la montaña por la ruta más fácil, en medio de los árboles, cuando resbalé y caí un par de metros. Mi brazo y mi pierna derechos quedaron enganchados con unos troncos que me frenaron.

Tras eso llegué a un río. El agua me llegaba a la rodilla. Era heladísimo, pero yo ya era uno con el frío. Toda mi energía estaba en caminar. Encontré calafates y me los comí todos.

Tras cruzar el río vi caca de animal. Podía estar cerca de alguna estancia y volví a gritar lo mismo que todos esos días: "¡Ayuda, estoy aquí!". La huella con rastro animal me volvió a meter al bosque, sentí miedo de perderme de nuevo, mientras se oía otra vez el helicóptero. Comencé a gritar: "¡Ayuda!, ¿¡hay alguien en el bosque!?". Escuché un sonido, como si cantara un pájaro, de respuesta. Grité "bosque" de nuevo y fue lo mismo. Los perros se pusieron en alerta y yo los seguía. "¿Hay alguien ahí?", pregunté. "Sí", me responden. "Pero ¿dónde estás?", digo angustiado. No me respondía.

Me guié por el ladrido de los perros y encontré al fin a un señor. Le dije: "Hola ¿qué tal? Me presento. Soy Jaime, el perdido". Y me contestó: "Sí, caché tu noticia". Era un leñador que vivía en una estancia e iba poco al pueblo, pero en la semana se había enterado de mi caso. Le di un abrazo.

Subimos al camioncito que tenía, me dio bebida y galletas. Luego llamó a Carabineros, dándole mi ubicación: estaba a 22 kilómetros de distancia del punto donde termina el trekking. El hijo del leñador me preparaba un huevo frito en su casa cuando llegó la policía y el gobernador. No me alcancé ni a comer los huevos. Andaban en un auto chico y pedí llevarme a los perros. Me juraron que después los irían a buscar: se quedaron en la estancia y siguieron el auto un buen rato.

Fuimos a la comisaría, después a constatar lesiones y solicitaron a las tropas que bajaran: marinos, bomberos, ejército y carabineros que me buscaban. Hablé con mi papá. La noticia apareció en varios medios. Pasaba por las calles de Williams y la gente me pedía fotos.

Al fin me pude bañar. En el celular tenía más de mil mensajes que justo ese día decían "hoy vas a salir Jaime". No lloré. La sicóloga que me atendió decía que yo estaba en shock.

Me quedé unos días en Williams. Fui a despedirme de mis perros que, finalmente, supe que eran de los dueños de un hostal. Toqué el timbre y nadie salía. Pero los perros me vieron y se me lanzaron encima. Les hice cariño, les hablé. Al irme, se pusieron a llorar. Me hubiera gustado traérmelos, pero no los podía robar. Fue un lazo súper fuerte con ellos. Estuve perdido, pero tenía alguien por quien luchar. Los tres fueron mi compañía y un apoyo sicológico total. Éramos una manada; esos perros me salvaron la vida. Sin ellos no lo hubiera logrado.

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