Columna de Yanira Zúñiga: La muerte

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La muerte es un hecho personal, íntimo, y también un hecho social, relacional. Imposibilitados como estamos de tener plena conciencia de ella cuando llama a nuestra puerta, aprehendemos la muerte de forma transitiva, es decir, a través de la experiencia de otros y de sus significados sociales, los cuales son variados. Toda muerte implica una ruptura de la línea temporal de quien la experimenta y un punto de inflexión en la vida de sus cercanos, pero hay algunas que se inscriben, también, en la historia de una comunidad, y se transforman en hechos políticos.

A la muerte, como hecho político, asistimos recientemente con motivo del deceso del expresidente Piñera. En las exequias de personajes públicos, el rito funerario sirve no solo de presunto vehículo de trascendencia espiritual, esculpe también el recuerdo de quien ya no está, impregnándolo de las huellas de lo que fue y, sobre todo, de lo que se pretende que sea. Esa efigie, moldeada con los gestos y los discursos públicos, a menudo deviene asimétrica: la faz luminosa eclipsa las sombras de una naturaleza humana a punto de extinguirse del todo. El rito cierra el capítulo corporal de la existencia y abre un capítulo memorial en el que esa imagen, con el tiempo, suele reesculpirse con otros elementos.

Las muertes de personas comunes y corrientes -incluso, anónimas- pueden devenir también un hecho político. Aquellas acaecidas en los recientes incendios o en alguna de las otras tragedias que suelen asolar nuestro país son un buen ejemplo. Esas pérdidas de vidas, ocurridas abrupta y colectivamente, trascienden lo íntimo y nos obligan a confrontarnos con la precariedad de nuestros cuerpos. La conciencia de la inescapable vulnerabilidad humana nos reúne ocasionalmente en un “nosotros”, más o menos perdurable. Algunas de esas muertes se vuelven, entonces, precursoras de legislaciones que mejoran la vida de quienes permanecen.

La muerte -o, más precisamente, el proceso de morir- es también un hecho político cuando sirve de fermento para la discusión pública sobre los derechos. Es lo que acaba de acontecer en Ecuador. La Corte Constitucional de ese país dictó una histórica sentencia sobre la eutanasia. En ella sostiene que la sanción del homicidio vulnera los derechos a una vida digna y al libre desarrollo de la personalidad de quienes soliciten su muerte asistida padeciendo un intenso sufrimiento derivado de una lesión corporal grave e irreversible o de una enfermedad grave e incurable. Paola Roldán, una mujer de 42 años, quien sufre una enfermedad degenerativa que afecta los músculos encargados de los movimientos voluntarios, promovió esa decisión. En la audiencia telemática en la que jueces y juezas pudieron conocer a Paola, y familiarizarse con su condición, ella declaró: “Esto no es una lucha por morir (...). Es una lucha por cómo hacerlo”. Nadie puede asegurar que el espíritu de Paola trascenderá a su muerte, pero es claro que su lucha lo hará como legado político a su comunidad.

Por Yanira Zúñiga, profesora Instituto de Derecho Público, Universidad Austral de Chlle

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