Almas pequeñas




Nadie, en su sano juicio, podría cuestionar el poder que tiene el fútbol. El dinero que mueve, el público que arrastra a los estadios e incluso su utilización como catapulta política dan cuenta de esto. Es, por lejos, la industria deportiva más exitosa, más transversal y globalizada que uno pueda imaginar. Sin embargo, eso no impide que proliferen voces contrarias a la actividad o al juego mismo, que tienden a considerarlo un ritual soso, absurdo, sin sentido.

Desde el mundo intelectual, no son pocos quienes han disparado contra la pelota y sus circunstancias. El escritor británico Rudyard Kipling -autor de El libro de la selva- definía a quienes disfrutaban del fútbol como: "Almas pequeñas que pueden ser saciadas por los embarrados idiotas que lo juegan".

El narrador y cinéfilo cubano Guillermo Cabrera Infante se despachaba la siguiente frase cuando se refería al fútbol: "Ese juego nefasto incita a la violencia porque es violento en sí mismo: se juega con los pies, y pocos movimientos hay tan feroces como el que supone dar una patada".

Y ni hablar de Jorge Luis Borges quien nunca pudo hallarle sentido y patentó dos frases que han pasado a la historia. Una nacida de su corazón esteta: "(el fútbol es) un deporte estéticamente feo: once jugadores contra once corriendo detrás de una pelota no son especialmente hermosos". La otra, rabiosamente intelectual: "El fútbol es popular porque la estupidez es popular".

Y aún cuando uno pueda atisbar que esas palabras iluminan ciertas parcelas del fútbol, siempre he creído que nacen del desconocimiento profundo de lo que el fútbol es en definitiva. Y para eso no hay mejor frase que la que acuñó otro escritor, el argentino Eduardo Sacheri, y que me pareció leer como epígrafe de uno de sus libros: "Hay quienes sostienen que el fútbol no tiene nada que ver con la vida del hombre, con sus cosas más esenciales. Desconozco cuánto sabe esa gente de la vida. Pero de algo estoy seguro: no saben nada de fútbol".

Escribo esto porque todavía no puedo librarme de esa emoción -alguien podría adjetivarla de estúpida-que me provocó la victoria del Barcelona, a mitad de semana, ante el Paris St. Germain por los octavos de final de la Champions League. No estaba particularmente involucrado con los colores blaugranas, pero grité los goles a partir de esa obra de arte de Neymar -permítanme la hipérbole-, a tres minutos del tiempo reglamentario, tiro libre perfecto.

He leído luego los comentarios y he visto varios videos que recogen las reacciones que tuvieron todos los que, de uno u otro modo, brincaron de alegría con la remontada del Barcelona: desde el festejo visceral de Messi -quizá exagero un poco- hasta el relato lacrimoso de un relator catalán, pasando por la celebración de Luis Enrique y la retractación de un periodista español que había dado por eliminado a los blaugranas luego del gol de Cavani. Quizá la más decidora de todas las reacciones fue la de los ex futbolistas profesionales, devenidos en comentaristas de televisión, Rio Ferdinand, Steven Gerrard, Gary Lineker y Michael Owen, quienes en el estudio televisivo y en plena transmisión perdieron cualquier compostura para saltar y gritar como niños de once años el gol que dio la clasificación a cuartos del equipo español.

El fútbol podrá ser estúpido, por momentos podrá ser poco estético y hasta incitar a la violencia, pero esos fragmentos de alegría, esos arrebatos emocionales que nos incendian el pecho y que nos devuelven a esa felicidad infantil -espontánea y pura-, justifican de sobra su existencia.

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