Un bocón en pos de la mudez




Si usted acostumbra a recorrer librerías en busca de algo decente que leer, por favor tenga presente esta advertencia: aléjese de inmediato, no más lo vea, de un librillo blanco de aspecto inocentón. Me refiero a El silencio en la era del ruido, obra de un noruego insufrible llamado Erling Kagge. Ahora bien, si usted es de aquellos lectores que sienten debilidad por la autoayuda, le recomiendo no dejarse tentar por el subtítulo ("El placer de evadirse del mundo"), ni echar en saco roto la sugerencia recién expresada. Mucho mejor será que relea a Paulo Coelho o que espere con calma a que Pilar Sordo publique su próximo bestseller, ya que de las pobrísimas divagaciones de Kagge, se lo juro por Dios Santo, no obtendrá beneficio alguno.

Bajo la fotografía ubicada en la solapa del libro –la imagen del rostro de Kagge es de una pretensión apabullante–, se lee que el hombrote nació en Oslo, el año 1963, y que ejerce como "escritor, explorador, abogado, coleccionista de arte y editor". También "fue el primero en completar el desafío de los tres polos (Norte, Sur y cima del Everest)". Y a lo largo de las 160 páginas restantes, se presenta ante nosotros, ahora de cuerpo entero, el presumido, el timador, el mercachifle y el narciso. En suma, el cultivador insigne de una retahíla de lugares comunes que, según él, guardarían relación con el sacrosanto acto de guardar silencio. Vaya paradoja.

A los rasgos mencionados habría que sumar la vocación hipster del autor. Cuando ve a alguien tejiendo, a alguna abuelita o a un pescador, no está especificado, Kagge siente en carne propia la misma "paz interior" del que teje, "y no sólo en mis expediciones, por cierto, sino también cuando leo, toco música, medito, hago el amor, esquío, hago yoga o me siento tranquilamente, ocioso y sin preocupaciones. En mi condición de editor, veo que vendemos cientos de miles de libros que tratan sobre cómo hacer punto, fabricar cerveza o apilar leña. Se diría que todos, o al menos muchos de nosotros, deseamos volver a algo original, auténtico…". No obstante lo dicho, su discurso resulta tan impostado, tan a la moda, que francamente cuesta imaginar qué sentido cobra el término "auténtico"  dentro del léxico de este osado aventurero.

Las frases cursis y vanas que aquí abundan serían mucho más tolerables si no aspirasen a ocultar, tras numerosas citas trilladas de pensadores célebres, la precariedad intelectual que las vio nacer. El listado de escritores y filósofos que Kagge saquea sin pudor –peor aun, sin gracia– es bastante extenso. Entre sus favoritos figuran nada menos que Pascal, Foster Wallace, E.B. White, Heidegger, Parménides, Kant, Wittgenstein, Blake, Diderot, Stendhal, Rumi. Y a propósito de esto, permítaseme una ligera digresión: debido a mi oficio, vivo en cierto modo de citar las palabras de otros, pero nunca he leído algo similar a esta engañifa. Llama la atención que un volumen livianito, que apenas pesa entre los dedos, contenga tal exceso de necedades. Corresponde entonces reconocerle un mérito al noruego: el tipo es capaz de corromper el pensamiento de quien sea con tal de propagar sus fruslerías. Dos ejemplos breves bastan para ilustrar lo anterior: "El libro más importante es el que trata de ti mismo. Y está abierto". "Lo que viene de fuera ya está dicho. Lo importante, aquello que es único, existe ya en tu interior".

Se queja el autor de los ruidos mentales y de las distracciones que producen las nuevas tecnologías (las horas ociosas gastadas en Google, en los teléfonos inteligentes, en las tabletas), mas su ignorancia de la fascinante literatura que se ha publicado al respecto en los últimos treinta años viene a ser un poco vergonzante, puesto que allí, precisamente en esos libros, el intrépido vikingo habría podido aventurarse en un mar de citas desconocidas. El gusto de Kagge por la música tecno plantea una duda desconcertante, además de dejar bien establecido su mal gusto: ¿qué clase de apologista del silencio se declara amante del punchi-punchi? No hay más que hablar: el único aporte que nuestro guapo explorador podría haber emprendido en pos del silencio era dejar en blanco las páginas de su librillo. Pero el humor, por básico que sea, tampoco brilla entre sus cualidades.

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