Continuidades y rupturas
Es interesante, y también pertinente, el debate que comienza a instalarse en torno a cuánto sobrevivirá y cuánto se irá pique del legado de este gobierno. En eso básicamente va a consistir la campaña presidencial. Lo que es curioso, sí, es que sea el mismo gobierno que llegó con una retroexcavadora al poder el interesado ahora en que la administración que venga no quiera partir nuevamente de cero. Vaya que le hizo mal al país esta utopía. Las sociedades no progresan a salto de mata y a estas alturas hay que ser muy fanático para no aceptar que la única manera de construir es operando a partir de lo que ya existe. El resto es arrogancia o idiotez.
Ante el dilema de la continuidad o la ruptura, en todo caso, quien la tiene más fácil es, por supuesto, Sebastián Piñera. No está implicado en ninguna de las iniciativas de este gobierno, ha sido un crítico tenaz de esta administración y a nadie le cabría en la cabeza que estuviera por darles continuidad a políticas públicas que considera erróneas. Su intención, lo ha dicho una y otra vez, es corregirlas, lo cual no necesariamente significa retrotraer las cosas al 2014, de partida porque los relojes no andan para atrás y el país de hoy no es el mismo de entonces. Pero está fuera de dudas que el país no puede casarse para siempre con opciones que fracasaron o fueron contraproducentes, por muy bienintencionadas que fueran en sus inicios. Si vuelve al gobierno Piñera, ni siquiera tendrá que escanear mucho para identificar lo que haya que corregir. Hasta las encuestas señalan en la actualidad que buena parte de la reforma educacional extravió el rumbo, que la reforma tributaria hay que rehacerla entera, primero para que alguien la entienda y segundo para que sirva, efectivamente, al desarrollo del país, y que habrá que ver hasta dónde la reforma laboral no genera en la práctica incentivos dañinos para el equilibrio de las relaciones internas en las empresas.
A quienes sí el debate sobre las continuidades y rupturas interpelará en forma más dramática es a los candidatos presidenciales de la Nueva Mayoría. De hecho, ninguno hasta ahora se ha definido con mucha claridad a este respecto. En el mejor de los casos reivindican una suerte de lealtad emocional al legado de Bachelet, pero a partir de ahí comienza el desmarque: que esto sí, que esto no, que esto quizás. Se entiende: es tan difícil atajar un piano cuando va en caída libre como declararse disponible para doblar la misma apuesta en que la Presidenta Bachelet fracasó. Algún reconocimiento tendrán que hacer los candidatos oficialistas para explicar por qué el país está como está: paralizado, confundido, contrariado y deprimido. La culpa esta vez no podrá ser imputada a la derecha, puesto que esta administración hizo exactamente lo que quiso y para eso dispuso de bancadas mayoritarias en ambas cámaras del Parlamento, las dos obedientes y las dos entusiastas. Está siempre abierto el expediente de culpar de lo malo a los ejecutores, a los ministros, varios de ellos efectivamente de pavor: que no lo hicieron bien, que fueron torpes y que usaron hachas donde a lo mejor muchas veces una buena lima hubiera bastado. Está, por último, el viejo recurso de echarles la culpa a los aparatos de comunicación del régimen, asumiendo que las reformas eran buenas, pero se comunicaron mal. Es dudoso, sin embargo, que la misma ciudadanía decepcionada con la gestión presidencial se compre estos subterfugios. Y precisamente por eso es que la posición de quien sea el abanderado del oficialismo será incómoda. Nunca fue fácil reivindicar gobiernos fracasados y tampoco es buena carta de presentación haber tocado en la banda que los acompañó.
El Frente Amplio está en una posición distinta. Pero aun cuando este sector está libre de cargar con las mochilas y pesos muertos que dejará este gobierno, lo cierto es que tampoco la próxima elección le saldrá gratis. Su gran momento de decisión será no antes de la primera vuelta, sino el día después, cuando deba decidir entre si apoyar a uno o a otro de los candidatos a segunda vuelta. Esta decisión siempre ha sido traumática para las fuerzas políticas empeñadas en romper la política binaria. Una alternativa, desde luego, es negociar con el primero o el segundo, toda vez que estos estén disponibles a hacerlo. La otra es apelar al recurso, muy poco atractivo políticamente, de dar libertad de acción, porque envuelve una suerte de deserción y disuelve la identidad política que se quiso construir. Será para el Frente Amplio una disyuntiva complicada: algo así como si me lo quitas me muero, si me lo dejas me matas.
Siempre se dice que no hay momento mejor que las elecciones para saber qué quieren efectivamente los países y hasta dónde quieren llegar. Si así fuera, estaríamos entrando al momento de las definiciones. Bienvenidos a las disyuntivas: sea porque estamos curados de espanto, sea porque hayamos madurado un poco o porque hasta aquí no se divisan candidaturas mesiánicas que distorsionan todo, esta vez el país tomará su decisión con la cabeza algo más fría que en otras elecciones.








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