¿Cómo destrabar los grandes proyectos?




Los grandes proyectos son conflictivos. Aquí en Chile y en todas partes. Hace un par de meses un colega le explicaba a la embajadora de los EE.UU. en nuestro país que un proyecto grande se podía demorar entre 3 y 5 años para obtener las aprobaciones ambientales necesarias para iniciar la construcción. La embajadora se rio y le dijo que por favor le diera la receta porque en los EEUU, ¡se demoran hasta 10 años! Y al final, tanto allá como acá, hay una decisión política. Ese fue el caso del gasoducto conocido como Keystone XL en los EE.UU. La administración Obama postergó la decisión por años y finalmente negó los permisos. Como decía un columnista de la revista Forbes, "Fue una decisión basada en la política en vez de una sólida política energética." [1] Cualquier similitud con Chile es pura casualidad…

Después del fracaso de HidroAysén, los problemas de Alto Maipo, los retrasos del Terminal 2 del puerto de Valparaíso y ahora el rechazo del proyecto minero de Dominga, es evidente que ha llegado la hora de revisar los procedimientos y regulaciones.

Como soy economista, mis comentarios están enfocados en poner los incentivos correctos para poder tomar decisiones que parezcan razonables y legítimas en el momento que se adopten y que mantengan esas cualidades en el largo plazo, es decir, 15, 20 o 30 años después.

Uno de los problemas de decisiones que tienen que ver con grandes obras de infraestructura, sean públicas o privadas, es que tienen una larga vida. El molo de abrigo de Valparaíso tiene más de 100 años y nos sirve hasta hoy. La Línea 1 del Metro de Santiago tiene más de 40 años y se calcula que los túneles durarán por lo menos 60 años más, como lo han hecho los de Londres y Nueva York. Las minas de cobre de Chuquicamata y El Teniente también son centenarias. Por lo tanto, al considerar la aprobación de un proyecto de esta magnitud, público o privado, aunque empiece pequeño, hay que tener una cierta parsimonia. El elemento central de la decisión es la incertidumbre: nadie sabe cómo será el mundo en 100 años más y cómo los eventos que ocurran afectarán la infraestructura.

En nuestra larga historia de terremotos, varios relaves en Chile han colapsado sobre terrenos que estaban habitados. ¿Qué efectos tendrá el cambio climático sobre los embalses que estamos construyendo? ¿Seguirá ocurriendo que las lluvias en zonas semi desérticas sean más intensas y copiosas de lo que nadie se imaginó hace medio siglo y que estos se rebalsen y colapsen?

Nadie puede dar ni siquiera una respuesta probabilística a estas preguntas. En eso consiste la incertidumbre y es lo que la diferencia del riesgo que, en cambio, es un cálculo probabilístico. La responsabilidad con las generaciones futuras nos obliga a ejercer la prudencia.

Una forma de hacerlo es evaluar alternativas. Esto es, buscar de qué otras formas es posible alcanzar el objetivo deseado y, entre esas alternativas, escoger la que limite los daños potenciales, aunque no sea la de menor costo. Es lo que los especialistas llaman un "diagnóstico ambiental de alternativas". Los ingenieros al elaborar un proyecto tienden a converger hacia una sola solución que a su entender es la "mejor", es decir, logra el objetivo al menor costo. Pero, ¿qué costos? ¿En qué plazos? ¿Con qué riesgos?

Un segundo elemento dice relación con quién debe dirigir el proceso de aprobación ambiental. En el caso de un proyecto del sector privado, es obvio. El sector privado debe hacer el proceso a satisfacción de las entidades públicas a cargo de otorgar los permisos correspondientes. Para proyectos del sector público, actualmente se licita un anteproyecto y se le pide a la empresa adjudicataria que se haga cargo de completar el diseño del proyecto, de obtener la aprobación ambiental y construir. Cada una de estas etapas tiene riesgos específicos.

En el caso de las licitaciones de proyectos públicos, hay una mala asignación de los riesgos ya que traspasa a la adjudicataria riesgos imposibles de identificar. En un proyecto grande puede ocurrir que el otorgamiento de las aprobaciones se retrase o no se consigan. También puede ocurrir que, habiendo conseguido todos los permisos, comience la construcción y durante ese proceso se encuentre con algún resto arqueológico que paraliza la obra hasta que no se investiguen y rescaten los restos. En estos ejemplos, las demoras elevan los costos y, en el extremo, la materialización de estas eventualidades puede poner en riesgo el proyecto mismo. Además, como las empresas necesitan protegerse es probable que el precio de adjudicación sea mayor. Por lo tanto, parece lógico que, si un proyecto es de interés público, el Estado asuma los riesgos de las aprobaciones y de eventuales sorpresas no constructivas. No tiene sentido endosarle esos riesgos a alguien que está mandatado por el propio Estado para ejecutar una obra.

También se traspasan riesgos en lo relativo a la relación con las comunidades afectadas por la construcción de un proyecto. Como muchas veces no hay criterios generalmente aceptados que permitan establecer dónde se pueden instalar ciertos proyectos, las empresas ejecutoras se ven obligadas a negociar, una vez adjudicado el proyecto, con las comunidades que se consideren afectadas. El resultado de estas negociaciones es incierto: hay proyectos que no se ejecutan o que se encarecen enormemente respecto de sus presupuestos iniciales.

Por lo tanto, lo más cuerdo es que los proyectos sean discutidos con las comunidades durante su etapa de diseño para incorporar sus preocupaciones y aprender de su experiencia. Nadie conoce mejor la geografía, el clima y la geología de una zona que la gente que vive allí. También se deben discutir las compensaciones, cuando corresponda.

Los acuerdos con las comunidades requieren generar espacios de diálogo. Estos no están exentos de tensión y conflicto, pero son claves para la ejecución de grandes obras. En el caso de obras públicas -como puertos- u obras privadas de interés nacional -como los grandes sistemas de transmisión eléctrica- el Estado debería resolver el conflicto potencial con las comunidades antes de licitar los proyectos. La experiencia del Terminal 2 de Valparaíso es ilustrativa al respecto. Un caso interesante es el del túnel (ferroviario) de baja altura que cruza el Gotardo, en Suiza. Las negociaciones sobre las características del proyecto y las compensaciones tardaron nada menos que 10 años. Pero cuando se completó el proyecto, 10 años más tarde, todo Suiza lo celebró.

Desde luego, estos procesos de consulta deben cumplir con ciertos criterios que aseguren su legitimidad, evitando así que se conviertan en procesos de extracción de rentas por parte de personas individuales o de soborno por parte de las empresas. Asimismo, los acuerdos deben ser cumplidos por ambas partes, es decir, deben ser vinculantes.

Un tercer elemento, que ayudaría a mitigar los riesgos -sobre todo del sector privado- dice relación con establecer los lugares donde no se puede, o se puede, construir determinadas obras.  Por ejemplo, ¿dónde y bajo que condiciones se pueden construir puertos o instalar plantas generadoras de electricidad? ¿Dónde y en que condiciones se pueden instalar plantas procesadoras de residuos? En este aspecto la experiencia del Ministerio de Energía ha sido interesante. Ellos han logrado definir, en acuerdo con las comunidades afectadas, corredores por donde pasarán las líneas de transmisión que el país necesita, evitando así el conflicto anterior entre cada uno de los propietarios y las empresas de transmisión.

Decisiones de este tipo suponen cierta capacidad de anticipación, para no decir planificación estratégica, y un acuerdo en torno al tema del ordenamiento territorial. Es perfectamente factible construir escenarios futuros que nos permitan anticipar algunos de los problemas -y su magnitud-  que enfrentaremos en el futuro. Esta es una práctica que se utiliza en muchos países desarrollados, para abordar problemas de infraestructura.

Establecer reservas territoriales para la construcción de instalaciones e infraestructura es de toda lógica y es consistente con lo que hacemos, en general de forma incompleta e ineficiente, a nivel de planos reguladores municipales. En la actualidad el 20% del territorio nacional está sujeto a regulaciones. El otro 80% está abierto a cualquier tipo de proyecto. Esta es y ha sido una fuente de conflicto. Por lo tanto, muchos especialistas han propuesto el fortalecimiento de los mecanismos de ordenamiento territorial para permitir que se aprovechen las características específicas de cada zona y se privilegien ciertas actividades sobre otras.

Decidir dónde instalar los puertos que el país necesita no puede ser una decisión que tome cada empresa individualmente, copando bahías con potencial portuario como si la disponibilidad de bahías aptas en todos los puntos del territorio fuera infinita. ¿Quién decide si es la CAP o si es Dominga la que tiene derecho a construir un puerto cerca de la Isla Damas? ¿Son las dos? ¿Es la que llega primero? ¿Todas las empresas que quieran pueden construir un puerto en la misma zona? ¿No será más razonable hacer un puerto que puedan utilizar todas las empresas mineras de la región?

Los casos de Til Til y Minera Dominga, para hablar de conflictos recientes, son ilustrativos de los problemas que nos podríamos haber evitado si estos temas hubieran estado resueltos en base a los criterios descritos.

En resumen, con la experiencia acumulada en las últimos dos décadas estamos en condiciones de dar un paso importante para mejorar los procesos de aprobación ambiental, obtener el acuerdo de las comunidades afectadas y modificar la asignación de riesgos entre el sector público y el sector privado.

Lo que necesitamos para avanzar en esa dirección es generar un espacio de diálogo entre el sector público, el sector privado y los grupos ciudadanos donde podamos construir una institucionalidad eficiente que nos dé garantías a todos que los intereses legítimos de cada parte serán debidamente considerados.

[1] https://www.forbes.com/sites/rrapier/2016/12/12/president-obamas-energy-report-card/#700c3916554e. Accesada el 5 de septiembre, 2017.

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