Educación Sentimental




Pasada una nueva fecha clasificatoria, la saludable imagen que queda rondando en la comarca futbolera es que Chile aún juega bien, aún es capaz de ser protagonista y de someter por largos minutos a sus rivales tanto de local como de visitante. Que todavía consigue tener más posesión que el rival y que mantiene la capacidad de elaborar juego con acierto y de generar muchas ocasiones de gol en cada tiempo. En resumen, lo que se ve es que el equipo ha sido, pese al paso del tiempo, capaz de desplegar una identidad, una mecánica de juego eficiente y bien aprendida. Haciendo caso omiso a esa estupidez, esa pamplina repetida majaderamente y como mantra -por suerte nunca escuchada- que decía que había que cambiar de sistema "porque el resto ya nos leía de memoria".

El rendimiento individual y colectivo de Chile sigue siendo de gran nivel, con el soporte indeleble de la siúticamente bautizada "generación dorada". Ya se borró, por cansancio, el absurdo fantasma de la renovación como meta inmediata y por ende la postulación a obtener uno de los pasajes para Rusia 2018 sigue más vigente que nunca, ratificada por el juego pero también por los números y la posición en la tabla. No es menor haber terminado marzo apenas a un punto del segundo. Y, sobre todo, 3 encima del sexto y 5 del séptimo. Tranquilizante por donde se lo mire.

Hay, pues, satisfacción y calma. La misma que pedíamos en este mismo espacio tras la inmerecida derrota en Buenos Aires. De hecho no hay que ser muy docto para entender que hoy, junto a Brasil y Perú, el equipo de Pizzi es el que mejor ha resuelto el momento: esos tres son, con distancia y más allá del resultado puntual, los que mejor están jugando. Mientras tanto, se caen a pedazos Ecuador, Uruguay y Argentina, cuya selección, pese a la gran materia prima que posee, hoy es una fotografía perfecta del desastre organizativo y moral de su fútbol (no le haría nada mal quedar fuera del Mundial para reinventarse desde las cenizas). Colombia y Paraguay, por su parte, suben y bajan en un baile discontinuo, de gran desequilibrio.

El escenario, siempre cambiante, por ahora es auspicioso. Sin ser perfecto. Mantiene nuestra selección ciertos problemas de continuidad, a ratos cae en el relajo y la desconcentración (lo que con Sampaoli era impensable) y hay unos pocos bajones individuales. Así como subieron mucho Jara, Beausejour y Aránguiz en esta pasada, siguen sin retomar su mejor nivel Isla y Vargas y aún no es claro el aporte de Hernández, por ejemplo. De todos modos, la postura del cuerpo técnico es la correcta: con pragmatismo y un buen manejo de voluntades (aunque pareciera que a veces se deja hacer más de la cuenta en los ratos libres), han aceptado ya definitivamente que ante la providencial inexistencia de un librito de juego propio muy marcado, lo mejor es mantener el antiguo. No es poco.

Habrá que seguir, eso sí, explicando ciertos temas. Al público poco futbolero, que puede pifiar cuándo y cuánto quiera (más aún si paga una entrada para ver un espectáculo) pero que tiene que entender que, muchas veces y sobre todo en este equipo, cuyo juego parte en Bravo y Jara, el pase atrás no es otra cosa que el comienzo de la elaboración ofensiva.

Y también a jugadores y cuerpo técnico: las caras pocos felices del otro día al terminar el partido con Venezuela no eran de crítica, sino de sana frustración por la falta de contundencia en el segundo tiempo. Nada más. No daba para berrinche. Y menos si esa misma rabia era evidente en los propios jugadores. Bastaba con ver las caras y los gestos de Vidal y Sánchez, entre otros. El equipo, la prensa y el hincha chileno, aunque a veces parezca injusto, ya no se conforman fácilmente. Es otra herencia brillante de Bielsa. Importa la forma, importa el cómo. Bienvenido sea. Es una bendición, más que un problema. Otro signo del cambio de piel. A convivir con eso.

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