El todo y las partes
Quizás no exista la película perfecta. Así como hay grandes realizaciones que a veces plantean salvedades porque esa o aquella escena estuvo demás o resultó confusa, así también hay películas despreciables tanto en su motivación como en su puesta en escena que, sin embargo, eventualmente pueden tener momentos espectaculares. Y aun siendo razonable que la crítica se enfoque más en el bulto que en las ramas, es verdad que a menudo los juicios demasiado genéricos encubren consideraciones que no hacen la debida justicia a detalles inteligentes que enriquecen o a leseras o puntos bajos que degradan el resultado final.
Estamos claros en que la obra cinematográfica es un todo indivisible y que despostar las películas para analizarlas por presa es una perversión de estudiosos y tanatólogos. Pero, aceptado eso, es difícil no conceder que hay muchos títulos cuya ejecución, sea por problemas de puesta en escena, sea porque la historia se extravía, terminan estando muy por debajo del nivel de su inspiración. Se sabe dónde la película quiere llegar, pero a veces de hecho no llega. En el cine chileno se ha estado repitiendo esta distorsión con alguna frecuencia. Son pocas las películas nacionales que efectivamente están a la altura de su promesa y que efectivamente cierran el círculo. Son pocas las obras capaces, por ejemplo, de amarrar en su desenlace las expectativas, los cabos sueltos, que fueron dejando en su desarrollo. Entre las más recientes, destacaría dos: Rara, de Pepa San Martin, inspirada muy libremente en el caso de la jueza Karen Atala, y Aquí no ha pasado nada, de Alejandro Fernández Almendras, inspirada en el caso del hijo del ex senador Carlos Larraín.
Las dos son películas redondas, solventes, que hablan por su propio peso, que no andan pidiendo excusas ni por lo que dicen ni por lo que dejan de decir. He quedado en cambio con la sensación de cuentas al debe en varias de las últimas películas chilenas. Aprecio, suscribo, valoro, por ejemplo, la intuición, la apuesta instintiva y certera de que en la historia de Una mujer fantástica, el último largometraje de Sebastián Lelio, hay un tema doloroso y enorme, pero en la película me faltó desarrollo y brújula. Encontré que la narración a veces avanzaba a trompicones y sentí la aspereza de la brocha gorda en momentos en que me hubieran gustado los matices y la sintonía fina. La cinta es estimable por muchos conceptos -por su planteo inicial, por su coraje narrativo asociado a los velos de la transexualidad-, pero no sé si la historia tal cual está articulada le haga mucha justicia al imaginario original. Tal vez en Gloria, la cinta anterior de Lelio, ocurría algo parecido. El personaje a lo mejor era superior a la película que lo contenía. Aun así, sin embargo, había más correspondencia que la que hay aquí. Ayudaba sin duda el que en dos o tres momentos -el personaje de Paulina García manejando por Santiago con la radio a todo dar, el baile final suyo en el Castillo Hidalgo- la idea se juntaba con la imagen. Al margen de la excelente escena en que Marina se mete a la sección masculina del sauna, que pone magistralmente en escena la ambivalencia del personaje, esa correlación es aquí más inestable o lejana.
Pero volvamos al comienzo. Más que una suma de momentos, más que una convergencia de aportes provenientes de distintas especialidades -que los actores, que la iluminación, que la dirección de arte, que el montaje- las películas son una experiencia. Una experiencia total. Un pasaje, un momento, no tendría por qué condenarlas. Pero quizás tampoco tendría por qué salvarlas.
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