El triunfo y el desafío




El triunfo de Sebastián Piñera fue macizo. Con más de nueve puntos de diferencia sobre Alejandro Guillier y una alta participación, dejó a la centroderecha en una posición tan elocuentemente victoriosa que la amargura clasista y descalificadora de los diputados comunistas Cariola y Gutiérrez quedó, sin el esfuerzo de nadie, expuesta al ridículo.

El punto de partida del nuevo gobierno es comparativamente mejor que la vez pasada. El desafío, sin embargo, es mayor. Ahora se sabe de antemano: que cuatro años alcanzan para poco, que la gestión no basta para dar cauce al anhelo popular, que la izquierda tiene una especial capacidad discursiva y de movilización estudiantil y social, que la opinión pública es altamente irritable, que la prensa ha asumido un protagónico papel inquisitivo.

Dentro de ese contexto, el triunfo de anteayer es histórico, relevante y necesario, pero es un primer paso en la consolidación de un proyecto político.

Hasta donde se alcanza a ver, el desafío del gobierno de Piñera presenta tres aspectos imprescindibles, que se dejan discernir, pero están intrínsecamente relacionados.

Primero, la continuidad: Piñera tiene la tarea de entregarle el gobierno a alguien de su sector. Es consenso general que esta será una medida clara de su éxito o fracaso político.

Segundo, la conducción presidencial: Piñera debe posicionarse en el cargo ejerciéndolo con plena conciencia de su impacto republicano y su capacidad de impulsión, determinando él -y no la oposición de izquierda- la agenda del país.

Tercero, el pensamiento: Piñera debe asumir, cada vez más, un modo de comprensión nítidamente político. El debate nacional está operando en el nivel de las ideas políticas, en la hondura más tectónica de la justificación de modelos de vida, y es allí donde la centroderecha debe poner el acento.

Los tres aspectos del desafío que enfrenta el gobierno de Piñera están internamente relacionados.

El primero de ellos, la continuidad, no puede entenderse de modo simplista, como si se tratara de perfilar "delfines". Mucho antes que eso, es necesario impregnar el gobierno de un estilo directivo, de un ethos de Estado y de una idea del país que guíen las grandes reformas que han de realizarse. Recién entonces se vuelven relevantes eventuales "nombres" que de otra forma se parecerán más a "rostros", meras caras huecas e incapaces de garantizar seriamente la continuidad de un proyecto nacional. Conducción y discurso son, entonces, condición de la continuidad.

La conducción del gobierno necesita, a su vez, asentarse en un pensamiento político justificado. Sebastián Piñera puede basar un liderazgo eficaz en la formidable institución de la Presidencia de la República. Para eso debe llenar su acción de contenido. Vale decir, ha de impulsar una agenda de grandes reformas, que le imprima el paso a la política del país. Esa agenda de reformas requiere estar apoyada en un pensamiento político que la oriente y justifique. El gobierno ha de ser capaz de dibujar claramente ante la opinión pública un país de contornos a la vez republicanos e integradores, y mostrar cómo las reformas que impulsará se dirigen hacia su construcción.

Ya hay un avance incipiente, pero significativo, en este sentido, que se nota con mayor claridad después del triunfo. Durante la segunda vuelta, Sebastián Piñera hizo un reconocimiento expreso de la pluralidad ideológica del sector. Lo hizo incorporando no sólo liderazgos -de Ossandón y los Kast-, sino también conceptos de las diversas tradiciones que nutren a la centroderecha: liberal, conservadora, nacional y socialcristiana. Los partidarios de las distintas tradiciones se vieron reconocidos en una candidatura que las acogió y allí está, probablemente, el factor decisivo de la movilización y la victoria de la centroderecha. Es en esa riqueza ideológica, que trasciende con mucho los estrechos límites de la moral sexual y la administración, que se hallan las fuentes sobre las que se ha de fundar un pensamiento y una acción que conduzcan al futuro gobierno a alcanzar el éxito político.

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