Emily Dickinson, un fusil cargado
¿Cómo explicarse que una mujer solitaria, piadosa, fóbica y absorta haya modificado la poesía en inglés con tanta fuerza como su contemporáneo Walt Whitman?
No hay respuestas para esta pregunta obvia.
La semblanza y los escritos de Emily Dickinson son de una singularidad genial. William Faulkner le dedicó un memorable cuento, Una rosa para Emily, en el que recrea la existencia retirada de esta escritora cuyos versos no tienen títulos, sino que solo un número. Y entre los estudios, me quedo con el libro de Susan Howe, Mi Emily Dickinson, que contiene varios hallazgos que permiten enfocar y circunscribir la situación social y las lecturas que fraguaron esta personalidad inescrutable. Howe anota: "La religión de Emily Dickinson era la poesía. Conforme fue examinando los velos de conexión ocultos en la alquimia secreta de la deidad, menos se interesó por la bendición temporal". Es una poesía de la renuncia, del desgarro metafísico y la quietud. Leerla apacigua la ansiedad. Concentrarse en ella desata incógnitas. No exagero cuando digo que estos poemas se clavan en mi cuerpo como agujas, y descomprimen mis nervios.








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