Cómo están las cosas




Las elites de la Nueva Mayoría no quieren como candidato presidencial a Alejandro Guillier. Puede ser duro decirlo de esta manera, pero la evidencia es abrumadora. Muchos de sus dirigentes miran con más interés las encuestas que lo muestran detenido o bajando que aquellas que hacia fines del año pasado lo mostraban subiendo. Y esperan, aunque jamás lo admitirían, que aumente el deterioro.

Hay un componente impersonal en esto. Esas elites no quieren doblegarse de nuevo ante las encuestas. No quieren repetir el fenómeno Bachelet, que dos veces los sometió de la misma manera. Se les oye repetir con cierto entusiasmo que las encuestas se han equivocado -con Trump, con el kirchnerismo, en Colombia, incluso en algunas municipales de Chile-, pero no han encontrado el instrumento que las sustituya. Para esta resistencia, Guillier sólo es un nombre, no una persona.

Es posible que haya también elementos personales. Tácticamente, Guillier no parece haber hecho lo adecuado para debilitar la resistencia de esas elites; al revés, abundan los indicios de que las ha incrementado. No basta con decir que las elites están desconectadas de "la gente", porque eso tampoco es exactamente cierto, y menos tratándose de partidos políticos. El senador se ha quejado en forma repetida del "fuego amigo", pero no da señales de haber comprendido que su primer objetivo sería quebrar esa resistencia. Parece creer que lo lograría en una primaria. Pero es que, de persistir las condiciones vigentes hasta hoy por la mañana, esa primaria podría no existir: así están las cosas.

El Partido Socialista se ha tomado unos tiempos antropófagos para adoptar sus definiciones, tiempos en los que no ha hecho más que triturar sus opciones propias: primero, la inopinada renuncia de la senadora Isabel Allende a una candidatura que no llegó a nacer; después, la decisión directiva que significó dejar afuera a dos precandidatos militantes, José Miguel Insulza y Fernando Atria, y, en el mismo paso, entrar en el callejón sin salida de optar entre otro militante, Ricardo Lagos, o un independiente, Guillier. ¿Podría el PS no respaldar a Lagos sin exponerse a una conflagración interna podrida por sentimientos negros?

Podría.

Aunque este artículo quedará obsoleto hoy mismo, es útil recordar que el PS tiene un pésimo récord histórico en materia de lealtad. Y que, por añadidura, aunque eligió a una directiva sin parlamentarios, los intereses de los candidatos al Congreso pueden tomar direcciones que de manera doctrinaria serían impensables.

La DC halla cada día menos estímulos para participar en una primaria donde pueda perder desdorosamente. Eso ya ocurrió con Claudio Orrego el 2013, pero perder con Bachelet no era del todo indecoroso, hasta el punto de que Orrego ha podido ejercer con lustre su cargo de intendente de Santiago. Por si eso no fuera suficiente, las conductas internacionales del PC -y, al parecer, también algunas nacionales- hacen que la DC añore la Concertación (aún sin esperanza) y alimente su desilusión con la Nueva Mayoría, a la que sigue adhiriendo por una (crepuscular, hay que decirlo) lealtad con la Presidenta. La decisión de José Antonio Kast de desafiar a Piñera -tan atrevida, aunque menos solvente como la del mismo Piñera contra el aparentemente imbatible Joaquín Lavín en el 2005- en la primera vuelta, y no en la primaria, refuerza esos deseos en la DC: dos dígitos finales son algo muy superior a un solo dígito preliminar.

A pesar de su ínclita incoherencia, el PPD es el único partido que tiene su opción definida, y si se ve obligado a negociar, al menos podría hacerlo desde una posición de cierto decoro. Claro que eso también está por verse.

Y bien, ¿ha ocurrido todo esto a espaldas de Guillier? No, en modo alguno: por mucho que los pasillos de la Nueva Mayoría estén convertidos en avisperos de conspiraciones, todo es bastante público, bastante visible. Pero alguien de ese entorno ha identificado mal las fases de la contienda, los adversarios de cada momento y los caminos para sobrepasarlos. O no se dio cuenta cuando correspondía -esto es, inmediatamente después de las parlamentarias del 2013- que el senador por Antofagasta sería una opción con rating aun antes de hacerse la primera encuesta.

La centroizquierda está más cerca que nunca antes de llegar a la primera vuelta con más de un candidato. Si las elecciones hubiesen sido hace un mes, habría llegado con cinco o seis. Todo el avance ha consistido en destruir candidaturas, sin robustecer ninguna por sobre otras y más bien debilitándolas. No hay nadie que ignore que para las elecciones de verdad faltan sólo ocho meses. A estas alturas, las postergaciones y las definiciones a medias no son más que una indelicada, estridente, expresión de la incomodidad de la centroizquierda con sus proyectos de candidatos.

Nada de lo anterior es expresión de deseos ni de caprichos analíticos, como suelen creer los políticos. Es apenas un esfuerzo por desnudar una realidad política que tiende a esconderse bajo una fronda de eufemismos. El desgano, el pelambre, la galbana, son pésimas maneras de llevar una campaña, como lo supo Eduardo Frei Ruiz-Tagle en el 2009.

Una parte de este ambiente deriva de la percepción de que la Nueva Mayoría está llegando a su fin, no tanto porque saldrá de escena su único elemento aglutinante -la Presidenta-, sino porque se ha convertido en una marca dañada. Pero la otra parte tiene que ver con el poco cuidado que les está dedicando a sus liderazgos.

Descargo de responsabilidad: el autor trabajó, en su condición de periodista, con Alejandro Guillier entre los años 1985 y 1986.

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