Hermosos caminos planos




¿De qué se tratan las elecciones de hoy? ¿Cuál es su tema, qué se juega en ellas? Las respuestas pueden ser muchas, pero hay una que quizás las abarca a todas: tratan de cómo sigue el país. Cómo sigue adelante, porque no hay ningún candidato que haya propuesto disolverlo, ni siquiera retroexcavarlo. No es sobre cómo siguen esas o aquellas reformas, ni estos ni aquestos proyectos, sino el país: ¿Cómo sigue, con quién, con quiénes sigue?

Se dice que esto se encuentra en los programas de los candidatos, pero la verdad es que los programas sólo los leen quienes los escriben. Los encargados de transmitir su espíritu son los candidatos, a través de una estética que funde forma y contenido en un mismo estatuto, pero es inevitable que haya candidatos que no tengan ni idea de cómo se realiza una cosa tan sutil. En una elección de ocho postulantes, como la presidencial de hoy, habrá un tercio que ignora esos códigos de la inteligencia política.

Una elección es también una evaluación de cómo está el país y de qué es lo que necesita para los años que vienen. Nadie parece creer que Chile esté al borde de un abismo, ni político, ni social, ni moral. No hay una guerra civil en ciernes. No hay una prisión que espere a los derrotados. No se avecina una tiranía. El gobierno saliente no será enviado al cadalso. Nadie será forzado al exilio. Estas pueden parecer exageraciones, pero en América Latina no lo son, y si los chilenos han naturalizado su tranquilidad será porque su democracia es algo mejor de lo que suele decir el pandillerismo tuitero.

Hace cuatro años se eligió a una expresidenta que se fue diciendo que no volvería, aunque todo el mundo sabía que volvería. Ahora, la primera opción la tiene un expresidente que no dijo nada, con lo que todo el mundo entendió que volvería. Chile cumple 12 años entre las mismas dos personas, y puede que cumpla 16. Eso habla mal de su capacidad de renovación: de la resistencia de los líderes a ceder el paso a otros, y también de la flojera de los otros para tomarse lo que ya se sabe que nadie les regalará. ¿No hay más líderes en la centroizquierda ni en la centroderecha?

En materia de liderazgos políticos, Chile está más estancado que en su economía. De los postulantes a la Presidencia, sólo dos repiten -Sebastián Piñera y Marco Enríquez-Ominami-, pero varios de los demás llegaron a esa situación sólo por default, en sustitución de algo que les ha faltado a sus respectivos grupos políticos. En otras palabras, tapando un vacío. Es arduo pedirle épica a un cobertor.

El hecho de que además de Presidente haya que elegir a casi todo el Parlamento hace parecer que las elecciones son una confrontación total. No es así. Hay partidos que se juegan la subsistencia y políticos que se juegan sus carreras, pero no hay ninguna vida en riesgo. Lo que sí es verdad es que en las elecciones de diputados está todo el potencial de renovación: el cambio en los distritos, las listas y los candidatos representa un panorama enteramente diferente del que se conocía.

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Las encuestas han dicho, sin excepción, que la pole position pertenece a Piñera y a la centroderecha. No sólo en la presidencial, también en las parlamentarias. Esto puede ser un mero efecto pendular o algo más extenso. Un elemental sentido de la dialéctica obliga a mirar hacia el otro lado antes de completar el juicio; y el panorama ruinoso de la centroizquierda y la izquierda sugiere que, mientras duren sus tareas de reconstrucción, el país mirará hacia la derecha precisamente por esto: porque hay que seguir.

Lo más novedoso de estas elecciones es que por primera vez en más de un siglo se le ofrece a la centroderecha la oportunidad de construir un proyecto más largo que el de una mera emergencia. En una casualidad, por supuesto que nada graciosa, el terremoto del 2010 se convirtió en el verdadero programa del gobierno de Piñera, porque tuvo el sentido de la urgencia que el suyo sólo tenía de una manera administrativa: pendrives y casacas rojas. El terremoto le puso imperio, metas, demandas y necesidades verdaderas.

La centroderecha, como la centroizquierda, no es un solo grupo uniforme, y siempre hay un José Antonio Kast para recordarlo. Cuanto más se mueve hacia el centro, como lo exige el electorado, más crece el apetito de esa derecha dura, intransigente, que apela a los viejos valores y a las lealtades cuarteleras. Como la conoce, Kast no le teme al exceso: exalta las armas, exonera a Miguel Krasnoff, deroga leyes y así por delante.

Escribiendo sobre la conjura de Catilina, Cicerón describe a las "clases senatoriales y ecuestres" que se sienten con la potestad de defender el orden social. Pues bien: las "clases senatoriales y ecuestres" de la derecha chilena recelan de las concesiones plebeyas que debe hacer Chile Vamos y de su olor a Ángela Merkel. Por lo tanto, permanecerán libres de compromiso, en cierta simetría con lo que es la izquierda dura para la centroizquierda.

Tampoco Chile Vamos es uniforme, y a pesar de su manía por cambiar de nombre, expresa un fenómeno importante: después de más de 20 años, la centroderecha ha aprendido a vivir en coalición y a dar sustento a un gobierno. Piñera perdió un año antes de entender que el Presidente de una coalición debe prestar atención a sus partes y desde que lo hizo su gobierno fue mucho menos tortuoso. ¿Por qué recordar esto? Porque ese gobierno se sentía excepcional -y lo era: el primero de la derecha en democracia en 50 años- y se entendía como paréntesis, como un accidente transitorio en un país al que consideraba "de izquierda". Era un gobierno tan asustado de su propio triunfo, que reaccionaría con cierta histeria ante las protestas callejeras.

Ya no es así. Si gana estas elecciones, ya no será una excepción y tendrá la posibilidad de preparar su propia sucesión. La experiencia muestra que el Presidente tiene baja incidencia en esto, excepto para obstaculizar o perjudicar. Son los aspirantes los que deben mostrar su decisión. ¿Los hay, los tiene Chile Vamos? ¿Puede representarlos Manuel José Ossandón con su derechismo rudimentario, puede hacerlo Felipe Kast con su liberalismo ligero? ¿No hay más en la fila?

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La centroizquierda paga en estas elecciones su tributo al autoflagelo. Se dio ese lujo, y ahora tiene el resultado. De tanto vituperar su pasado, ha conseguido inferirse un futuro oscuro. Alfredo Joignant ha calificado la existencia de cinco candidaturas de fuerzas afines -es de suponer que deja afuera a Eduardo Artés e incluye, discutiblemente, al Frente Amplio- como "una grosería". Tiene razón, pero las groserías empezaron tiempo atrás, durante el primer gobierno de Michelle Bachelet, y habrá que esperar el juicio de la historia para saber por qué ese gobierno fue tan complaciente con las afrentas. Dos de esos insurgentes -Enríquez-Ominami y Alejandro Navarro- son ahora candidatos presidenciales.

Lo que sí se sabe es que en el segundo gobierno alentó y hasta entregó partes del Ministerio de Educación a los dirigentes del movimiento universitario del 2011, como si se hubieran hecho amiguetes por sólo poner en problemas a Piñera. El resultado ha sido la creación del Frente Amplio, que desafía a los candidatos del mismo gobierno desde la izquierda. De modo que las explicaciones de la "grosería" están más a la vista de lo que parece.

La Nueva Mayoría agoniza y muere en estas elecciones. Las lealtades que no tuvo para permanecer unida difícilmente las recuperará estando en la oposición. Siempre es útil recordar a Giulio Andreotti, quien dijo alguna vez que el poder desgasta, pero más desgasta no tenerlo. Es significativo que Enríquez-Ominami haya dedicado sus últimas semanas de campaña a defender el "legado" de Bachelet, arrebatando la bandera que debía proteger Alejandro Guillier. Quizás se ha equivocado, pero es evidente que vio allí un forado para extraer votos, mientras Guillier cerraba su campaña, no con la imagen de un Presidente de su coalición, sino con la de Pedro Aguirre Cerda. Un río realmente revuelto.

El partido obligado a decidir cómo se recompondrá la centroizquierda es el Socialista, que ha de optar entre el eje PS-DC que fue el centro de gravedad de la Concertación, y el eje histórico PS-PC, que creó la UP. El escoramiento a la izquierda que representó la Nueva Mayoría ha resultado demasiado gravoso para la DC, aunque ese partido tendrá que iniciar mañana el debate acerca de lo que significó la candidatura de Carolina Goic y su posición en la tabla presidencial, que es, a estas alturas, la única sorpresa posible.

El Frente Amplio es otra historia. No es producto de la crisis de la centroizquierda, como parte de ésta cree. No tiene nada que ver con la ex Concertación ni con la ex Nueva Mayoría. Su proyecto es desplazarlas, por lo que cosas como el debate sobre los apoyos en segunda vuelta muestran que alberga a gentes que no lo comprenden. Más pronto que tarde sufrirá divisiones y desgarros, pero si elige unos cuantos diputados, habrá razones para que sus sostenedores lo mantengan.

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Los candidatos tuvieron el jueves su último momento de gloria personal. Algunos no volverán a tener ningún otro semejante. Otros entenderán que sus resultados significan "siga participando". La democracia es así: propone un resultado, pero no su interpretación.

Entre tanto, el país elegirá: cómo seguir adelante. Cómo vivir, procrear hijos, dar continuidad a sus vidas, generar el curso intergeneracional, en fin, abrir el río. Al final, en la lejana última línea, las elecciones tratan, no de la perfección, sino del flujo, de esos deseos que el ignoto redactor del Popol Vuh imaginó para sus hijos:

Que no caigan en la bajada

ni en la subida del camino.

Que no encuentren obstáculos

ni detrás ni delante de ellos.

Ni cosa que los golpee.

Concédeles buenos caminos,

hermosos caminos planos.

De eso tratan las elecciones: de los caminos.

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