La noche después
La elección presidencial parece haber dejado de existir. Habrá un debate más, uno menos, pero el espectáculo reiterado de los ocho contendores ha sufrido una especie de colapso hacia adentro y se ha vuelto incluso menos atractivo que el de los nueve de la presidencial anterior. El gobierno se comporta como si ya estuviera en la oposición y las coaliciones de la izquierda muestran ante sus candidaturas diversas modalidades de la ausencia, incluyendo ese espíritu crítico que es tan saludable en la política, excepto cuando faltan 14 días para votar.
Por un aún más raro fenómeno de parestesia política, los candidatos cometen errores de aficionados en la fase crítica de la campaña e intentan subsanarlos con más y más errores, como si el cerebro enviara señales equivocadas a todos los terminales nerviosos.
Algunos de estos candidatos no son profesionales de la política: no saben que en este mundo las confrontaciones y los insultos carecen de ensañamiento y tienen un límite que no debe ser traspasado. No se puede decir de todo, y menos sentirlo como cierto. La política es sin llorar y exige cuero de elefante, pero aun así tiene su límite. No pocas veces ese límite tiene que ver con que la gente de a pie, la gente común y corriente, sea advertida de que se hace necesaria una cierta teatralidad, una dramaturgia singular que a menudo exige exagerar, presionar, polarizar, sin que en ello estén envueltos emociones y sentimientos gravosos. No se trata de una mascarada ni de una ronda de mentiras, sino de que la lucha de las ideas se lleva con la inefable imperfección de las personas. El verdadero odio es siempre antidemocrático.
Y bien: muchas de las cosas que se han dicho y hecho en esta campaña exceden esos límites, lo que es una perfecta razón para creer que es imposible que en segunda vuelta -si la hay- se produzcan reagrupaciones significativas. El llamado a actuar con generosidad "para impedir que gane" -en este caso la derecha- no pasa de ser otro artefacto de campaña, una simulación para cautivar a un electorado ya bastante confundido, aunque no estúpido.
Lo que ha estado ocurriendo en la izquierda es un espectáculo de antropofagia, donde a lo menos cuatro candidatos se esfuerzan por devorar jirones del electorado de Alejandro Guillier, o de lo que queda de la Nueva Mayoría, sin detenerse en los límites que solicita el profesionalismo político. Algo similar le ocurrió a Eduardo Frei Ruiz-Tagle en su repostulación del 2009 y las llagas de esa conflagración no han terminado de cicatrizar.
Esta vez es un poco peor. Hablando para el diario español El País, Carlos Ominami ha dicho que si las cosas siguen como van, la centroizquierda chilena "entrará en una noche larga", donde van a primar los ajustes de cuentas mucho antes de que se empiece a buscar un nuevo camino, cuya salida es la restauración de la alianza entre el centro y la izquierda.
Está bien, nadie ofendería a Ominami llamándolo optimista, pero este análisis desnuda lo que muchos se niegan a ver: la destrucción del gran arco de la centroizquierda es mucho más relevante que el desempeño o la evaluación circunstancial del gobierno. Para otra vez queda la reflexión acerca de cuánta responsabilidad pueda tener el gobierno en esa destrucción. Las elecciones se refieren sólo secundariamente a la segunda administración de Michelle Bachelet; el tema principal es la aniquilación de la alianza que fue hegemónica, lo que ha permitido que la otra alianza, la que respalda a Piñera, tenga una cohesión como nunca antes había exhibido. Que las figuras que representan a esa alianza sean más o menos frágiles es accesorio: lo central es que ella ha dejado de existir.
Y es la muerte más relevante de los últimos 30 años. O, para decirlo de otra forma: los últimos 30 años, sus luces y sombras, sus aciertos y desaciertos, no se explican sin ella. Si la política tuviera funerales, esta tendría que ser una ceremonia mayor.
No habrá funerales, pero hay drama. Y para decir la verdad completa, los candidatos presidenciales no son protagonistas en ese drama. Los candidatos ya han sido descontados. No van a figurar en el balance. Nadie los va a acusar de ser los culpables de la "noche larga". Ese momento de oscurecimiento será modulado por los resultados parlamentarios, que se explican por el desempeño de los partidos, por la micropolítica de las máquinas electorales. La sangre correrá en esos entresijos. En muchos de los mentideros de los partidos ya se respira un aire envenenado.
El ejercicio de cuentas y cobranzas es inevitable, porque es consustancial a la política. Pero esto también necesita de límites. Es bastante probable que las dirigencias de algunos partidos sean castigadas, que otras se hagan las sordas y que otras pasen de largo. Todo depende de quién imponga la interpretación de los resultados, no de los resultados mismos. El PS, la DC y, eventualmente, el PC ya son materia de tensión, lo que hace suponer que allí se concentrarán las partes más duras de los ajustes de cuentas.
Pero en este plano, los límites están marcados primero por la supervivencia y luego por una cierta idea del futuro, de qué es lo que se debe cuidar para no arruinar lo que viene. Las inteligencias políticas de la centroizquierda no están tan preocupadas del cuadro parlamentario que resultará de las elecciones. Aun sin detenerse en las predicciones más razonadas, es fácil suponer que habrá un Congreso algo más fragmentado que el de los últimos años, que nadie dispondrá de una hegemonía clara y que las mayorías se conseguirán mediante negociaciones en el margen, como ya ocurrió con el actual gobierno. Nadie espera algo muy sorprendente en el cuadro general, a pesar de que en lo particular ese sea el alimento de las guillotinas partidarias.
Lo que realmente preocupa a los estrategas de la centroizquierda es cómo sale del atolladero en que está, cómo reformula los términos en que se ha planteado el conflicto interno y de qué manera decide qué es lo importante y qué lo accesorio. No habían tenido un desafío semejante desde los años 80 del siglo anterior.








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