La Presidencia de la República




La Presidencia de la República es, entre nosotros, una institución política del más alto significado. Que Bachelet le reste prestancia, ejerciéndola entre la ausencia y la descuidada premura, o la prive de sentido, en el comentario banal, termina develando indirectamente esa importancia, por la vía del sobrio rechazo que sufre quien no ejerce con pertinencia suficiente el cargo.

La presidencia es un delicado invento de mentes cuidadosas. Descansa en el reconocimiento de tradiciones que se pierden en el tiempo; arraiga en la configuración casi cósmica de un orden inmemorial asentado en los siglos, de historia y previos a ella. Un acervo fue llevado, por medio del derecho y sofisticada retórica, a un símbolo, a una configuración mental capaz de dar cauce, repentina pero establemente, a energías sociales poderosas.

Y allí está, que el esplendor severo de las décadas de la fundación de Chile coincidió con su vigor. Que vino el desbarajuste cuando se atacó el símbolo, en 1891, producto de la asonada de una oligarquía que, sumiéndose en las delicias del jolgorio salitrero, terminó conduciéndonos a la peor crisis social y política de nuestra historia. ¿Habrá que recordarlo? La desatención de la cuestión social; las matanzas, masivas matanzas, de obreros y campesinos; continuos alzamientos, fueron las consecuencias del frívolo atrevimiento de quien juega con los símbolos. Porque la presidencia de la república es símbolo en el sentido hondo del término. Ella logra articular institucionalmente la realidad y abrirle horizontes de significado.

La eficacia del símbolo depende de que se lo asuma con lucidez y se lo ejerza con compromiso. La fuerza de este talismán del racionalismo republicano radica en su capacidad, como ninguna otra institución –aquí no corre el parlamento, ni las iglesias, ni el mercado– de encarnar la unidad nacional. En tanto habitantes desperdigados o hacinados en nuestro territorio, somos una multiplicidad, diversa, pletórica, una suma de individualidades y agrupaciones difícilmente reconducibles a la unidad. Pero está la presidencia de la república, para recoger esa diversidad y encaminarla: para comprender a los distintos grupos y clases, un territorio que clama por ser ocupado; para reparar en el pasado con consciencia matizada y decisiva; para proyectarse a un futuro que puede ser visto aún con esperanza.

Cae o se debilita, en cambio, el símbolo, y la disposición centrífuga de la vida nos dispersa. Los conflictos dejan de tener solución. Las rabias, las urbes, los intereses individuales se expanden inorgánicamente. El país se empantana, pues pierde su visión de destino.

Por eso la gravedad del daño que produce el desasimiento de Bachelet. Por eso, también, por el significado simbólico que tiene la presidencia de la república, es que resulta de la mayor urgencia salir del juego de particularismos, de nociones de tribu en el que han entrado las candidaturas presidenciales.

Porque la presidencia no es para eso. Traiciona su significado quien pretende dirigirse sólo a los suyos y soslayar la totalidad, la nación, la unidad de lo diverso. Pervierte su tarea el candidato de derecha que habla duro y sólo de gestión y orden. Tergiversa su llamado el que hace añicos la historia para prometerle el futuro romántico-revolucionario a sus huestes romántico-revolucionarias.

La crisis de legitimidad y el malestar actual son más profundos de lo que quieren saber los que se mueven en la superficie. El crujir es tectónico. Desconocer, en estas circunstancias, la eficacia simbólica de la presidencia de la república es una irresponsabilidad. Si quien gana lo hace en la misma actitud de frívolo ejercicio partisano imperante hoy, habrá sido mejor que hubiera perdido, pues intensificará, desde el primer día, el problema en el que nos encontramos.

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