La riña del año
En su derivación latina, el término cataströphe significa "tardío", y la teoría literaria lo usa para describir el desenlace de una obra dramática. Recuperando el origen griego, donde katastréphein significa "destruir", las dos principales acepciones modernas son, en primer lugar, "suceso que produce gran destrucción o daño" y luego "persona o cosa que defrauda absolutamente las expectativas que suscitaba".
Es curioso: todos estos significados están presentes en la refriega gubernamental que culminó con la primera renuncia masiva de un equipo económico desde los tiempos de Pinochet; más exactamente, desde febrero de 1985, cuando los ministros de Hacienda y Economía, Luis Escobar Cerda y Modesto Collados, fueron removidos por el general Pinochet después de meses de sostenidas tensiones entre ambos y La Moneda. O sea, hace 32 años. Los contextos son muy diferentes, aunque en materia de conducción económica, los conflictos adquieren una semejanza de base: criterios técnicos contra condiciones políticas.
La de esta semana ha sido (hay que decirlo) una riña muy poco comedida, con escaso cuidado por las formas, enteramente inelegante. Los ministros de Hacienda y Economía han tenido que irse, no por el desflecado rechazo al proyecto de la minera Dominga, sino porque, en un momento tardío, han descubierto que la Presidenta no piensa como ellos. Después de horas de versiones y ríos de tinta, aún no es posible descartar que la pendencia haya sido desatada puramente por razones personales, broncas de temperamento y de modales sin un gran contenido económico, ni menos ideológico.
Sin embargo, en el cierre de la crisis, como postrera cachetada a los ministros caídos, la Presidenta insinuó un desacuerdo de este último tipo, cuando dijo que "no concibo un desarrollo al margen de las personas y donde sólo importan los números y no el cómo lo están pasando las familias en sus casas". La conexión entre "los números" y "las familias en sus casas" es precisamente la economía; en otras palabras, sin divisar ese vínculo no se entiende la economía.
Lo que hace presumir que pudo haber más componentes personales que políticos es la escasa racionalidad de los hechos, su lado de katastréphein y de cataströphe: el inmenso daño, el carácter destructivo y la dimensión tardía.
Es muy difícil imaginar que algún gobierno pudiese planificar el despido de todo su equipo económico a seis meses del término de su mandato y a dos y medio de unas elecciones generales, en un cuadro donde todos los indicios apuntan a una victoria de la oposición. No, la sola idea de un tal plan resulta descabellada. Nadie quiere terminar su proyecto deshilachándose, cayéndose a pedazos. Los gobiernos tratan de irse de a poco, en lo posible sin que se note, con discretos cortesanos que aplaudan sus logros. Es insensato que un gobierno se provoque una estampida.
Pero, sin que nada de esto haya estado organizado, tampoco ha existido contención, ni siquiera por el sensible hecho de que hay elecciones en 10 semanas. Las perspectivas de todos los candidatos presidenciales situados desde el centro hacia la izquierda ya eran bastante malas antes de esta crisis, como lo confirmó la encuesta del CEP. Después de la charada de los ministros, ¿existe alguna posibilidad de que mejoren? Ninguna. Si el candidato de la Nueva Mayoría, Alejandro Guillier, sindicaba al gobierno como una de las instituciones que más lo perjudican, ahora puede decir que también es la que más está contribuyendo a incrementar las posibilidades de la oposición.
Esta cuestión vuelve una y otra vez como una incógnita ciega. Es claro que a la Presidenta no le interesa ni le gusta la política a la escala de los partidos. Le gustó, en cambio, la idea de construir su coalición propia -la Nueva Mayoría-, pero el trabajo de los tornillos lo hicieron Rodrigo Peñailillo y sus boys, cuya corta vida puede ser un indicio sobre la fortaleza de la criatura. El hecho es que, una vez nacida, La Moneda se ha acordado de ella sólo a la hora de distribuir los cargos públicos, sin más atención que la que se tiene hacia los controladores de los partidos, los inspectores de siempre. Punto.
Es extraño que la existencia de una coalición sea concebida solamente dentro del espacio de los funcionarios públicos y -por presión de los partidos- dentro de una reunión semanal cuya utilidad es de tal naturaleza que a veces no se convoca. Pero es incomprensible que un programa de reformas de largo plazo, proyectadas para modificar aspectos profundos de la vida social y, por lo tanto, para desarrollarse a través de muchos años, no considere ni por asomo el problema de la sucesión o, con más claridad, el de la continuidad. Sin tenerlo en cuenta, se llegará siempre a las mismas dos conclusiones que han sido favoritas en este cuatrienio: a) el gobierno es demasiado corto, y b) el gobierno tiene mala pata.
También es posible que sucesión y popularidad no sean lo mismo, y que el desanclaje entre ambas haga posible elegir una sin ocuparse de la otra. La Presidenta tiene la experiencia del 2010, cuando entregó el mando a un opositor y se fue a la ONU en las nubes de la simpatía popular. ¿Puede ser esa la expectativa de esta vez? Parece difícil: caen los ministros, el gobierno se desbanda, la coalición se quiebra, las elecciones se ven mal, en fin, cae la noche.
Pero viene el Papa.








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