La ronda boba
Las sospechas desatadas -principal, pero no únicamente, por la noche en blanco del senador Manuel José Ossandón en Tolerancia Cero- acerca de la calidad de los candidatos presidenciales guarda cierta relación con el torneo de populismo en que varios de ellos han convertido la competencia para llegar a noviembre.
No todas las personas poco informadas son populistas, pero los populistas suelen ser ignorantes, aunque el grado sea variable. La razón es sencilla: un populista es alguien que propone visiones maniqueas sobre problemas complejos. La visión maniquea, simplista, es la cara insolente de la ignorancia; se atreve a hablar, a calificar y a proponer aun sin saber mucho acerca de las cosas difíciles. Por eso, el populismo florece con la misma facilidad en la izquierda que en la derecha, aunque sólo en la izquierda se han presentado intelectuales con la voluntad de ponerle marco teórico. La mayor parte de ese esfuerzo se apoya en la larga tradición de impostura intelectual (principalmente francesa) del llamado "posmarxismo". Pero ese es otro cuento.
Por ahora, completemos el identikit. Un populista siempre habla del "pueblo", al que dice representar, en sus demandas, en sus necesidades, en las cosas que le convienen, incluso si el mismo pueblo no cree que sean esas cosas. Dado que tiene esta capacidad particular de entender al pueblo y sus necesidades, el populista no usa el lenguaje de la política, sino el del liderazgo. Se describe a sí mismo según algún tipo de liderazgo (a menudo único, si no singularísimo), porque al final del día confía en los líderes tanto como desconfía de las instituciones.
Los populistas desprecian a los partidos políticos y al Parlamento y son los campeones de las acusaciones de corrupción al bulto o en masa. Esto es coherente con su tipo de pensamiento: las instituciones políticas son el símbolo de todo lo que está mal hecho, todo lo que debe ser refundado. Donald Trump utilizó para Washington una imagen más expresiva que las ocurrencias santiaguinas de las retroexcavadoras y los patines: "Dragar el pantano", dijo, para sacar toda la basura de Washington.
Por eso, a estos dirigentes les encantan las nuevas constituciones: el pacotillero Nicolás Maduro quiere hacerse una nueva, incluso destruyendo la de su padrino "eterno" Hugo Chávez, que, como ha recordado Ibsen Martínez, ya era la derivación de una "extravagante cacharrería ideológica" llamada El árbol de las tres raíces.
El populista clásico anda siempre con un látigo moral con el cual atiza a los pecadores, pero, sobre todo, a sus contradictores. Ese látigo trabaja con suposiciones, ideas conspirativas, sombras, fantasmas y mucha autoindulgencia: es la mejor expresión de su maniqueísmo. El populista clásico no se equivoca (esa palabra tiene algo pecaminoso); simplemente no es experto en algunas cosas, porque no es su obligación, no tiene los datos o necesita estudiarlo. Es la aparición relampagueante de la incompetencia.
El líder populista no siempre es elocuente (aunque lo intente), pero ama a los medios de comunicación con tanta pasión como los puede odiar. Los periodistas franceses llaman bon client a un político de esta laya, porque siempre está dispuesto a dar un espectáculo resonante. Los periodistas franceses, después de todo, son iguales a los periodistas de todo el mundo, que olfateamos antes el ridículo que la sangre. El máximo dirigente de Podemos, Pablo Iglesias, se considera a sí mismo un carisma televisivo. De lo cual desprende una robusta teoría: que la política moderna debe tener una "lógica televisiva", por la muy sencilla razón de que en eso no le compite ninguno de sus compañeros del partido que inventó.
Los populistas dependen del desprestigio del sistema institucional, cualquiera que sea. Florecen en el desánimo ciudadano, en la decepción de los votantes, en el rechazo de las personas hacia la política, no importa si éste nace del asco moral o de la molicie intelectual. Su ambiente ideal es el llamado "síndrome de fatiga democrática".
En un libro reciente, con el provocativo título Contra las elecciones, el estudioso belga David van Reybrouck formula la pregunta crucial: ¿Cuánto desprecio es capaz de soportar un sistema? Y enseguida nota una paradoja de fondo en las democracias occidentales de estos días: "Despreciamos a los elegidos, pero idolatramos las elecciones". Las elecciones abundantes, el continuo estado de campaña, cansa a los ciudadanos, pero entusiasma a los populistas, que culpan a la democracia representativa, a este sistema que elige a odiosos diputados y senadores (y ojo, que Van Reybrouck propone retomar la olvidada tradición ateniense del sorteo, que Aristóteles consideraba más democrático que las elecciones, aristocráticas por definición).
Entre las dos formas más frecuentes de la democracia -la representativa y la asamblearia-, los populistas de cualquier signo siempre prefieren la segunda, lo que también quiere decir que no todos son antidemocráticos, aunque muchos de ellos derivan hacia formas autocráticas una vez que consiguen el poder. La democracia de asamblea les resulta más directa, participativa, "transparente", aunque no existe evidencia empírica que muestre que ella cumple con los buscados estándares de rotación y renovación.
En un excelente estudio titulado The populist explosion, el periodista John Judis, después de revisar decenas de casos, ha llegado a una conclusión curiosa. El populismo de izquierda, dice, tiende a ser diádico: defiende al pueblo o a las masas, en contra de las elites plutócratas. El populismo de derecha, en cambio, tiende a ser triádico: defiende a un pueblo (muchas veces lo sustituye por "clase media") abusado por dos grupos, por ejemplo los gobiernos izquierdistas y los inmigrantes.
El populismo diádico identifica (o confunde) al pueblo con el Estado, y por lo tanto propone quitarles cosas a los ricos y pasárselas a este ente central, cuyo sentido de la equidad da por garantizado; el populismo de derecha también propone quitarles cosas a otros -inmigrantes, inversionistas, exportadores- y entregárselas al mismo Estado, convertido ahora en representante del pueblo (o de la "clase media"). En el medio de ambas mazamorras, todos los asuntos complejos parecen tener soluciones simples.
La relación entre populismo e ignorancia no es un fenómeno local. Por el contrario, forma parte de una ola mundial en la que las elites intelectuales se han visto tan depreciadas como las políticas. Prácticamente todas las inteligencias del Reino Unido, incluyendo varios premios Nobel, rechazaron con vehemencia la idea del Brexit, pero un solo y fugaz partido populista bastó para convencer a los británicos. Posiblemente en ese caso, el simplismo ofrecía un alivio al malestar cultural y al pesimismo dominante en la sociedad. No una solución, sino una especie de remedio psicológico, la liberación de un cabreo. Para las consecuencias habrá que esperar más. Una cosa es segura: los populistas no las vislumbran.








Comenta
Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.