La vereda del frente
Lo decía Andrés Cárdenas hace algunos meses atrás (http://andrescardenasmatute.blogspot.cl/2016/11/la-incapacidad-nuestra-y-de-los-medios.html): nuestra incapacidad para dialogar crece a pasos agigantados. Las consecuencias de esto son difíciles de medir (van desde el debilitamiento de las relaciones personales hasta el deterioro de la democracia), pero dan cuenta de un defecto que se ha ido arraigando en nuestras vidas: cada vez nos parece más insoportable compartir con quienes piensan distinto de nosotros. Lo paradójico es que, junto con este fenómeno, hay un intento casi cínico por revalorizar la democracia. La realidad, sin embargo, es imposible de evadir: el gran –y a veces único– objetivo de las discusiones públicas es derrota a quien tenemos en frente.
Quizás deberíamos comenzar por sincerarnos y admitir que, en no pocas ocasiones, lo único que en realidad nos interesa cuando entregamos nuestra opinión sobre un tema, es que quien nos escucha nos encuentre la razón. Como si el otro solo mereciera ser tomado en cuenta en la medida en que haga las veces de espejo en el que nos veamos reflejados a nosotros mismos. Por eso, cuando alguien nos contradice, reaccionamos incómodos y terminamos pensando que es algo personal, que no sabe realmente sobre el tema o que su análisis es injusto o arbitrario. Es decir, asumimos que la única postura razonable sobre una cuestión es la que nosotros admitimos como razonable.
En política esto es especialmente preocupante, porque ella consiste, en gran medida, en negociar y llegar a acuerdos. Por eso, si consideramos al otro –al que piensa diferente– como un enemigo, como alguien malo que, o cambia de opinión, o no vale la pena oír, lógicamente la política deviene en algo trivial, superficial o meramente retórico. Alguien podría responder que hay ciertas materias en donde sí existen –y deben existir– posturas inamovibles. Sin embargo, estas materias no deben ser más que un par. Tal vez el error consiste en convertir posturas opinables en absolutos morales.
Al final de su texto, Cárdenas se agarra de Noelle-Neumann y Gadamer para interpelarnos con dos preguntas: ¿Cuánto frecuento a gente que no piensa como yo? ¿Tengo en cuenta que lo que el otro dice –ese con el que no concuerdo– puede tener sentido? El desafío tiene que ver, antes que todo, con un tema de actitud: comenzar a mirar al que está en la vereda del frente con otros ojos. Muchas veces preferimos quedarnos con el prejuicio en vez de advertir cuáles son los auténticos desacuerdos. El problema es que, si no quitamos a tiempo esta neblina que oscurece las discusiones, empezaremos a ver diferencias en donde no las hay (crear muñecos de paja se ha convertido hoy día en un deporte nacional). No sería extraño que estemos desechando una cantidad no menor de consensos simplemente por mantener el statu quo de conflicto: la lógica de los buenos y los malos. De más está decir que retomar el diálogo sincero es un desafío político de primera importancia.








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