En contra de los cielos despejados




El diseñador inglés Gavin Pretor-Pinney fundó en 2004 la Sociedad de Observación de Nubes, sin mayores expectativas, pues sólo lo animaba el tremendo amor y respeto que sentía por las formaciones nubosas y por los fenómenos que las llevan a constituirse. Sin embargo, transcurrido poco tiempo, el asunto agarró vuelo y gente de todo el mundo comenzó a enviar sus fotografías de nubes a la página web de la organización. Para cubrir gastos, el fundador cobró una cuota y otorgó membrecía a quienes la pagaban. Luego vinieron las preguntas de los socios acerca de las obras necesarias para instruirse mejor sobre el tema. Fue ahí que Pretor-Pinney se dio cuenta de que "nada acababa de satisfacer los requisitos".

Nació entonces la Guía del observador de nubes, "donde desfilan todos los encantadores y excéntricos personajes de la familia de las nubes". Se trata de un libro simpático y bastante útil, que puede leerse de un tirón o como manual al aire libre, ojalá bajo nubarrones dramáticos (obviamente, Pretor-Pinney detesta los cielos limpios). Además de anécdotas, buenas fotografías y gráficos explicativos, además de cruces con la literatura, la pintura y las mitologías orientales, y además, todo hay que decirlo, de varios chistecitos fomes, la guía entrega una sólida perspectiva meteorológica. Y eso no es todo: "Lo que ofrezco es algo más serio: una celebración del pasatiempo de contemplar las nubes, despreocupado, sin propósito definido e intensamente vital".

El libro consiste en un paseo equilibrado entre la ciencia, la sorpresa ante lo desconocido y cierto fanatismo que, a la larga, termina siendo bastante convincente. Partiendo por el cumulonimbo gigantesco que en alta mar les suelta los orines a los más recios navegantes –"se ha estimado que la energía contenida en una nube de esa clase equivale a diez bombas del tamaño de la de Hiroshima"–, pasando por la nube noctilucente, iluminada por la luz solar en plena noche, hasta llegar a la Gloria Matutina, que es la formación nubosa más linda y exclusiva del firmamento, pues sólo se deja ver en un confín remoto de Australia, aquí hay material de sobra para obnubilar al lector.

Entre los casos inolvidables citados por Pretor-Pinney, está el de William Rankin, un piloto estadounidense que sufrió una emergencia a 16 mil metros de altura en el verano de 1959 y se vio obligado a eyectarse de su avión. Rankin sobrevivió a una de las experiencias más insólitas en la historia de la humanidad: atado a un paracaídas de apertura incierta, atravesó de principio a fin un enorme cumulonimbo, cuyo núcleo, sin exagerar, era lo más parecido que uno pueda imaginar a un infierno en el cielo. Bajo condiciones normales, es decir, sin cumulonimbo de por medio, la caída de Rankin debió haber tomado unos 10 minutos. Sin embargo, "Rankin se había visto zarandeado arriba y abajo por la violenta turbulencia del cumulonimbo durante 40 minutos: una mera piedra de granizo con forma de piloto en el gélido corazón del Rey de las Nubes".

Llamativo también es el dato referido a la condensación que producen las aeronaves que de niños llamábamos aviones a chorro: aquellas nubes rectas creadas por el hombre, "nuevos hijos bastardos de la familia de las nubes", contribuyen bastante más de lo que uno piensa al calentamiento global. Ahora bien, en cuanto a lo que de verdad nos altera, debiéramos prestar atención a los estudios de un químico chino jubilado que vive en Nueva York. Me refiero a Zhonghao Shou, quien asegura que la aparición de ciertas clases de nubes constituye "una valiosa e infravalorada herramienta en la predicción de terremotos a corto plazo". El 25 de diciembre de 2003, el venerable profesor Shou anunció que un sismo superior a 5,5 grados Richter sacudiría Irán dentro de los siguientes 6 días. El 26 de diciembre, un terremoto de 6,6 grados derrumbó la antiquísima ciudad de Bam y mató a 26 mil de sus habitantes. Moraleja: urge aprender a mirar nubes y a subestimar los cielos despejados.    

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