Los tiempos que corren




SIEMPRE ES aventurado tratar de descifrar los tiempos que corren. Sin embargo, la cantidad y la calidad de los sucesos que presenciamos invita a arriesgarse.

Son pocos los que podrían establecer una relación causal directa entre fenómenos tan disímiles como el triunfo del Brexit, la confusión que experimentan las democracias liberales, el auge (¿y caída?) de Donald Trump, el escándalo de Lava Jato en Brasil o la crisis de confianza que afecta a diversas instituciones chilenas desde hace años. Cada de uno de estos fenómenos obedece a razones propias de las sociedades donde tienen lugar, por lo que establecer una causalidad común puede ser difícil. Sin embargo, pese a lo anterior, quizás exista un hilo conductor común que ayude a comprenderlos.

Hace más de cinco décadas, el intelectual norteamericano James Burnham señaló que lo que él denominaba "el suicidio de Occidente" podía explicarse por un conjunto de "razones no cuantitativas" que involucraban cambios de índole estructural, moral, espiritual e intelectual. Hoy podría ensayarse una respuesta similar: aunque hay quienes insisten en afirmar que de la situación actual se sale con un mayor crecimiento económico que deje atrás la "nueva mediocridad", resulta evidente que la incomodidad y angustia que caracterizan a nuestra época hunden sus raíces en cuestiones radicalmente más fundamentales que los vaivenes del ciclo económico.

Es posible que se deban a una doble crisis: por un lado, un problema de identidad; por otro, un desorden de naturaleza moral. Ambos estarían relacionados: hoy vivimos en medio de la incertidumbre que genera no saber con claridad quiénes somos porque, al mismo tiempo que hemos dejado de autopercibirnos en términos históricos, hemos corroído las coordenadas que nos permitían distinguir aquello que es correcto de lo que no lo es.

El resultado es un desajuste que se hace visible en diferentes dimensiones del quéhacer, desde la colusión entre agentes económicos hasta la programación de TV obsesionada con el rating, pasando por la postergación de las soluciones a carencias sociales evidentes por parte de elites ensimismadas y egoístas. Es cierto que las generalizaciones siempre son odiosas, pero al menos en este caso parecen más recomendables que la casuística extrema, porque en esta los árboles no dejan ver el bosque.

Si lo señalado es correcto, la luz al final del túnel sería visible solo si se produce una revalorización de aquellos rasgos que permiten identificarnos como miembros de una comunidad de iguales con un pasado común y por la restauración de virtudes cívicas que hagan posible lo anterior, como la responsabilidad, la solidaridad o el liderazgo que promueve el bienestar general.

No es poca cosa. Lograrlo puede llegar a suponer una renovación de liderazgos y una toma de conciencia por parte de la sociedad civil que en muchos casos se ven lejanos. Sin embargo, la creciente certeza de que nos acercamos a un abismo puede representar un disuasivo potente que motive de una vez el cambio que muchos esperamos ver pronto.

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