Nada del otro mundo
El acto en que Sebastián Piñera anunció el martes pasado su intención de competir en la próxima elección presidencial es importante no tanto por haber confirmado una decisión que se daba por descontada, sino por haberlo hecho en un contexto de profesionalismo donde las cosas salieron bien. Esto no es poco, atendido que pudieron haberle salido mal. Son actos de este tipo los que a Piñera más le cuestan, quizás por razones de carácter. Los protocolos no van mucho con él y el riesgo de la improvisación o de la espontaneidad inoportuna podría haberle jugado una mala pasada. No fue así. El entorno, el lugar, el discurso, y sobre todo la sobriedad, dieron cuenta de un encuentro de contornos serios y republicanos. Piñera habló como el presidente que fue y que tiene altas posibilidades de volver a ser.
No hubo tampoco sorpresas mayores en sus prioridades de campaña. El estado en que está el país, la política, la economía y el ánimo nacional no dejan mucho margen para otra cosa que no sea la exhortación a dignificar el espacio público, a volver a poner en movimiento la inversión y la actividad productiva y a corregir el rumbo. Posiblemente, los datos más significativos del discurso -mucho más político de lo fueron los suyos como presidente- fueron las referencias que hizo a la unidad nacional, el principio de autoridad, al estado de derecho y a los derechos y deberes ciudadanos. Son temas que interpelan muy directamente al pensamiento de derecha, pero que en la campaña pasada Piñera nunca quiso enfatizar o explicitar demasiado. Si lo está haciendo ahora es porque tiene un desafío de primarias por delante en Chile Vamos y porque, además, considera que las circunstancias ahora son distintas. Después de la experiencia gubernativa de la Nueva Mayoría, debe sentir que es fundamental recuperar con disciplina, con orden y con sensatez los equilibrios que el país perdió tras su fuga a la retroexcavadora y al mesianismo.
Piñera está partiendo su campaña con varias ventajas. Algunas se las generó él con su gobierno y con el tipo de liderazgo que ejerce y otras se las están concediendo sus adversarios. Es cosa de comprobarlas en la confusión y el desorden en que se debate en estos momentos el oficialismo. Particularmente para la izquierda, el gobierno de Bachelet ha sido, si no catastrófico, por lo menos muy desgastador. En más de algún sentido, este gobierno terminó quemando varias de las quimeras de la izquierda. Eso explica que el PS y gran parte del PPD recién ahora estén tomando conciencia de lo que significa no haber generado liderazgos potentes y de encontrarse en una posición que les deja muy poco margen para intervenir en el escenario presidencial. De hecho, a lo que más están aspirando una y otra colectividad es a matricularse con la alternativa que sientan menos ajena y más competitiva, solo para salvarse de la humillación.
La preocupación, la alarma incluso, de los dirigentes más responsables de la centroizquierda está asociada no solo a las dificultades que está teniendo el oficialismo para coincidir en un mecanismo de selección del candidato y en un proyecto político verosímil, sino también al fantasma de un Frente Amplio que, de llegar a tener convocatoria, podría dañar en forma severa las proyecciones presidenciales de la Nueva Mayoría y constituir un duro golpe a las aspiraciones parlamentarias de los partidos de izquierda.
El cerrojo del PC, que fue la gran garantía que tuvo el bloque en orden a que esta colectividad iba a neutralizar a la izquierda extrema, pareciera no estar funcionando y el precedente de Podemos en España, que destruyó a la izquierda socialdemócrata española, ha comenzado a configurar una pesadilla que la coalición simplemente no sabe cómo espantar. Hasta aquí todos los esfuerzos de la Nueva Mayoría por salir a cortejar ese lado del espectro han terminado mal. Lagos, que fue el primero en intentarlo, no cosechó otra cosa que vetos y portazos. A Guillier tampoco le fue mejor.
Libre de esos traumas y dilemas, la idea de Piñera -por lo que se leyó en su discurso del martes- es emplazar directamente a la ciudadanía en temas, en urgencias y en prioridades que las dirigencias oficialistas han ignorado de manera sistemática. Están demasiados enfrascadas en el ideologismo, en su metro cuadrado y en disputas de tribu. La idea del ex presidente es devolverle a la política chilena el realismo y la sensatez que perdió. Su discurso en el fondo es un llamado a bajar las revoluciones. Es cierto que en el país la discusión política se ha crispado y polarizado mucho y también es evidente que este gobierno le ha echado mucha leña a la hoguera. Pero una cosa es que la clase política esté inflamada o chamuscada y otra que el fuego haya llegado a las bases de la sociedad chilena. Lo primero puede ser cierto; lo segundo, claramente no lo es. Todas las encuestas revelan que la ciudadanía, lejos de todo extremismo, sigue siendo moderada. Quiere un país con oportunidades. Quiere un gobierno que haga las cosas razonablemente bien. Quiere un Estado vigilante y donde puedan reconocerse todos. Quiere una sociedad que sancione el abuso y donde la gente pueda vivir tranquila. Quiere una economía que genere empleos y posibilidades de superación. En realidad, nada del otro mundo.
No tiene nada de raro que Sebastián Piñera quiera sintonizar con estas demandas. Son aspiraciones que llevan varios meses instaladas en el espacio público y que el gobierno se ha empeñado en ignorar. El cambio que promete va en esa dirección. No es volver a todo lo de antes, pero desde luego es rectificar.
Piñera ya partió. El país está muy complicado y, sin embargo, sus adversarios siguen desgastándose en trifulcas y dilemas que a la gente le interesan poco. ¿Primarias o no primarias? ¿Continuidad o ruptura con el legado del actual gobierno? ¿Ir en dos o una sola lista parlamentaria? ¿Ser o no ser? Demasiadas dudas para un desafío que es urgente y tal vez harto más simple.








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