Sí, cualquiera




Clarence Durrow, el legendario penalista estadounidense de comienzos del siglo XX que inspiró varias películas, decía haber escuchado desde niño que cualquiera podía llegar a ser presidente. Y ya viejo, en función de lo que le había tocado ver, reconocía con cierta resignación que estaba comenzando a creérselo. En Chile pareciera estar ocurriendo más o menos lo mismo. Basta querer para ser. El que quiere puede, y eso significa que de aquí en adelante las candidaturas presidenciales, junto con abaratarse, pasarán a ser una ganga con la que medio mundo en algún momento de su vida podría encontrarse. Se diría que la apoteosis de la ilusión democrática -"cualquiera"- lleva implícito el germen de su propia degradación.

Así las cosas, la extravagante galería de candidatos no tiene nada de raro. Y explica que varios de los que están en la carrera, a la pregunta de qué es lo que le plantean al país, respondan que todavía no lo saben, porque están en el proceso de recorrer el territorio y consultar a la gente para establecer qué es lo que quieren. Yo estoy por un liderazgo horizontal, aducen, tratando de convertir en ventaja lo que es simplemente carencia, vacío e inopia, no solo de sentido de Estado, sino también de contenidos.

A estas alturas debiera estar relativamente claro que para restaurar los equilibrios perdidos y volver a poner el país en movimiento lo que se necesita, más que escuchar lo que la gente quiere, porque de hecho los individuos o grupos pueden querer muchas y muy contradictorias cosas, es hacer lo que se daba hacer para conseguir que la sociedad chilena vuelva a manifestarse en todas sus potencialidades. En eso, a fin de cuentas, consiste el liderazgo. No en seguir a los demás, sino en señalar nuevos caminos. Consiste también, desde luego, en saber generar las confianzas en la colectividad para retomar los rumbos que, al margen de lo que quiera el de acá o el de allá, permitan hacer efectivas las oportunidades y capacidades que el país tiene.

No es por pura costumbre ni pura inercia que, en general, las puertas de acceso a las más altas responsabilidades del Estado hayan estado abiertas básicamente a figuras que acreditaron experiencias más o menos exitosas en el servicio público, sea en el Parlamento, en los partidos, en el aparato del Estado o los municipios. La Presidencia de la República, sobre todo en el sistema político chileno, es algo más que un lugar para que gente que todavía anda en busca de su destino se asome al cargo para saber si ahí eventualmente lo encuentra. En esto hay mucho narcisismo y frivolidad y hoy el país está en una coyuntura muy poco recomendable para aventuras y juegos de roles. Juguemos: hagamos como que tú gobiernas, así que echa al vuelo tu imaginación y dime lo que se te ocurre. Mira lo entretenido que puede ser.

Llevamos ya tres años en esas. A alguien se le puso entre ceja y ceja que Chile era una olla a presión, un infierno en términos de desigualdad social, un espacio saqueado por el capitalismo salvaje y un puñado de aprovechadores, no obstante que todos los indicadores señalaban que pocos países en el mundo habían tenido mejor desempeño que Chile al momento de acortar brechas de inequidad, masificar el bienestar, educar a la población, generar nuevas riquezas y expandir los márgenes de autonomía de las personas. Que había puntualmente problemas, abusos, rezagos, injusticias y desequilibrios irritantes, no cabe la menor duda y es responsabilidad de los gobiernos corregirlos. Lo que cuesta entender, sin embargo, es el intento por desmontar la racionalidad del capitalismo democrático, por hacer borrón y cuenta nueva, por sacar a Chile del camino que llevaba para ponerlo -vía impuestos, reformas, controles, expropiaciones o derechos sociales ilusorios- a la cola de las inflamadas aventuras políticas que emprendieron Chávez en Venezuela, los K en Argentina y el resto de los populismos pandilleros de la región. Todos terminaron o van camino a la bancarrota, ninguno triunfó ni se anotó triunfos perdurables en el combate a la desigualdad y no hay uno solo que no haya abierto en la economía, en la sociedad, en las instituciones políticas, o en todos esos frentes juntos, heridas y forados a través de los cuales esos mismos países se desangraron o se están desangrando. Pero acá, sin embargo, mucha gente, candidato o candidata, periodistas o líderes de opinión, persisten en culpabilizar al modelo, como si hubiera una vía distinta para generar oportunidades y trabajo, para expandir las libertades, democratizar el bienestar y hacer más autónomas a las personas. Si creen que la hay, ¿por qué no la explicitan? Si creen que sus entelequias funcionaron en algún país, ¿por qué no lo indican?

Al final, las campañas presidenciales tienen una parte que, aunque irritante a veces, es extremadamente sana: ponen al descubierto la palabrería y la improvisación, la incoherencia y la frivolidad. A Chile ya se le vendió hace poco lo que terminó siendo una inmensa nube de humo. Por lo mismo, es difícil que la ciudadanía vuelva a comprar algo parecido a eso, o peor que eso aun, otra vez.

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