Una lucha maratónica




Desde hace mucho tiempo las mujeres vienen dando una lucha que busca la defensa de sus derechos y visibilizarlas en un mundo dominado por hombres y hecho a la medida de estos. Aunque los días en que la mujer no tenía derecho a voto y su educación estaba orientada hacia la crianza de los hijos y las labores del hogar parecen hoy algo lejanos, la batalla que han dado no ha tenido coto y cosas que nos parecen descabelladas fueron conquistas recién alcanzadas hace no más de un par de décadas.

El deporte no ha estado ajeno a ese territorio de batallas y, en ese plano, la historia del maratón tiene más de un capítulo que aportar. En particular, el maratón de Boston, que hoy celebra su edición número 121 y que en los 60 vivió dos ediciones muy simbólicas: las de 1966 y 1967.

Los Estados Unidos de ese entonces vivían un momento especial: la revolución hippie ya cobraba sus formas para su desembarco definitivo de la mano del amor libre, la sicodelia y Woodstock; Kennedy había sido asesinado; la población afroamericana salía a la calle para pelear por sus libertades civiles, y Vietnam era una guerra que ya se había convertido en una pesadilla.

La mujer estadounidense tenía derecho a voto desde 1919, pero eso no había allanado del todo la posibilidad de igualarse con el hombre en cuanto a oportunidades y derechos. Los trabajos a los que podían aspirar en esos años solían no pasar de las tareas de una secretaria. Y en lo que a carreras se refiere, no era bien visto que corrieran en público. Es más, las distancias permitidas para ellas llegaban a los dos kilómetros y medio, en el entendido que físicamente estaban impedidas de ir más allá. Pretender que una mujer pudiera correr un maratón era sencillamente ridículo. Como recuerda la maratonista Roberta Bobbi Gibb: "Nos consideraban débiles, tontas e intrascendentes".

Fue la propia Roberta Bobbi Gibb quien comenzó a cambiar esa historia. Luego de asistir junto a su padre a ver un maratón supo que estaba hecha para eso y que nadie le iba a impedir hacer el intento de cruzar la meta tras correr poco más de 42 kilómetros. Entrenó para ello hasta que se dio cuenta de que, al igual que un hombre, podía cubrir la distancia. Sin embargo, cuando quiso gestionar su inscripción en el maratón de Boston, le respondieron que se trataba de una carrera sólo para hombres, ya que las mujeres eran fisiológicamente incapaces de cubrirla.

La negativa no hizo más que multiplicar su motivación. No corría tanto por ella como por demostrar que las mujeres estaban preparadas para superar una prueba tan difícil como esa. Ingresó de manera subrepticia en la carrera -saltó de entre unos arbustos prácticamente desde la línea de salida-. A poco andar la prensa reparó en ella y la siguió expectante hasta que cruzó la meta en el lugar 124 de entre 450 competidores, cronometrando tres horas, 21 minutos y 40 segundos. Los últimos metros los hizo en puntillas; las plantas de sus pies sangraban y estaban llenas de heridas.

El logro de Roberta no fue en vano, un año más tarde otra maratonista consiguió engañar a la organización al inscribirse solo con sus iniciales y correr de manera oficial con el dorsal 261. Kathrine Switzer debió soportar el asedio del director de la carrera, quien intentó, en vano, sacarla a la fuerza de la competencia.

Las mujeres no bajaron los brazos. Comenzaron a organizar maratones no sólo en Estados Unidos, sino en 27 países. Corrieron una y otra vez los 42,195 kilómetros. Lo hicieron hasta que el Comité Olímpico Internacional (COI) aceptó incluir el maratón femenino dentro de los Juegos de Los Ángeles, en 1984, aportando un grano de arena a la igualdad entre hombres y mujeres.

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