Celebrando el premio Princesa de Asturias, con el cual Scorsese ha sido distinguido recientemente, Alex de la Iglesia, el director de El día de la bestia y La comunidad, ha escrito en El País un artículo donde lo reconoce como el mejor director de nuestro tiempo. Y plantea que el premio no puede ser más oportuno: "En estos años donde la corrección política y la domesticación del arte está convirtiéndose en un peligro que amenaza las bases sobre las que se sustenta la creatividad, la libertad de expresión y la cultura".

Incluso si Scorsese no fuera el mejor director, consideración por supuesto sujeta a muchas subjetividades, pocas dudas podrían caber, sin embargo, respecto de ser por lejos el cineasta más intenso de la actualidad. Lo ha sido siempre, hasta extremos imprudentes e incluso desagradables. Este es quizás el rasgo más suyo: la desmesura. Sus personajes no son gente que se acueste temprano y tenga sueños plácidos. Son hombres y mujeres habitados por demonios incontrolables en los cuales, mal o bien, terminamos reconociéndonos. De ahí la intensidad y el efecto que generan sus películas (Taxi driver). Nos fascinan pero también nos duelen (Buenos muchachos). Nos identifican pero también nos agreden (Silencio). Nos seducen pero también nos delatan (El lobo de Wall Street).

Obviamente el cine salvaje de Scorsese es solo una de las tantas maneras en que los artistas pueden afrontar el fenómeno cinematográfico. Unos se conforman solo con contemplar, otros con analizar, el de más allá con fascinar, el de más acá con denunciar. Son todas opciones lícitas, claro. La ventaja de la ferocidad y el arrebato emocional scorseseano, no obstante, está en el involucramiento afectivo suyo y nuestro. Hay cineastas a los cuales esta conexión emocional les parece histérica, anacrónica y una antigualla heredada del cine clásico. Confían no en la emoción sino en las ideas, en las paradojas, en los pliegues y sobreentendidos que oculta la realidad.

Aun así, sin embargo, es difícil no reivindicar la apuesta del cine de Scorsese cuando vemos tantas películas que en el fondo no nos van ni nos vienen, simplemente por no ser capaces de interpelarnos ni de convencernos, de conmovernos ni de ponernos ni siquiera por un minuto en entredicho. Pueden ser incluso películas encantadoras, amables, como la nueva realización de Philipe Garrel, Amantes por un día, que no está tan mal: chicas heridas por quiebres sentimentales repentinos o probables, un hombre maduro que se sabe en zona de riesgo por estar enamorado de una joven que tiene la edad de su hija, parejas que parecen quererse pero que no entienden la fidelidad del mismo modo... Qué duda cabe: he ahí un buen retazo de la diversidad del bosque amoroso contemporáneo.

Pero, a mí qué, dirá más de alguien luego de ver esta película correcta, inteligente, fría como la sangre de una víbora, narrada con pulcritud y distancia, que muestra a gente que se junta, se separa, se engaña, se perdona, se humilla o se descarta por razones a lo mejor atendibles o respetables pero que en ningún caso son las nuestras. Garrel mira con ojo clínico desde arriba lo que ocurre en el laboratorio de los afectos. Un Scorsese, para retomar el tema, jamás haría eso. La tentación de involucrarse y tomar partido no la podría resistir. Para él, la neutralidad siempre es inmoral. Debe ser por eso que sus películas son tan intensas. Y también mejores.