"La mirada es el pozo del hombre". Esta sentencia de Walter Benjamin podría ser utilizada como un epígrafe para las obras que Carlos Altamirano realiza desde hace años. En ellas, el artista muestra las esquirlas que provienen de su viaje mental por el socavón que ha construido su mirada, que es a la vez, su memoria. Sus trabajos son la constatación del deslizamiento por los trayectos que disemina el ojo de su mente. Vienen de una zona de oscuridad interior repleta de ecos que están emplazados sobre un telón de lenguajes, a veces enfáticos, otras veces chirriantes y, en muchas ocasiones, en sordina. Se trata de fotografías que se ofrecen absueltas de maquillajes y sanciones estéticas, que llegan huérfanas del olvido que las cobijaba y laten en sus ripios materiales. Altamirano no lava sus obras para bautizarlas, y de esta forma limpiarlas con los afeites y solemnidades que toda religión adhiere. Interesan e intrigan por su extrañeza y su afán investigativo, por su fuerza política. Son pruebas verosímiles de alguien que exploró el ignoto chiflón metafísico que lo constituye.

El pozo es un lugar incómodo, un inmenso callejón en donde abundan los pasadizos, los repliegues, las puertas falsas. Quien se asoma a su boca olvida toda cartografía posible; quien entra en él lleva la ignorancia del que sabe lo mucho que se sabe, pero que ese conocimiento sólo es plausible afuera. El sofoco y la ceguera operan en su interior como una visa obligatoria; los cordeles de la razón, pese a los esfuerzos de quien baja, se derriten por la humedad de las paredes mojadas por la constante lluvia de evocaciones, afectos y dolores. Sumergirse en el pozo de nuestra mirada implica escuchar el goteo de las napas existenciales que esperan al fondo de lo que observamos.

En sus recorridos por los subterráneos del mirar, Altamirano ha podido recolectar piezas de distinta índole. Exhibe obras hechas con despojos de retóricas de variadas categorías gráficas, alternadas con materiales improcedentes para pintar como la formalita o el terciopelo. Al parecer, su afán es reubicar los lugares comunes del arte y la estética oficial, acumulados en el desorden de su inconsciente, y elevarlos a la categoría de sarcasmos plásticos sobre la manualidad y la significación ideológica. Desarrolla una sintaxis plástica donde el cuerpo deja sus huellas en los cortes de las imágenes.

Una operación ejemplar de Altamirano consiste en recupera una obra de su pasado, una encuesta sobre problemas vinculados al quehacer artístico para reactivarla en una segunda versión. Las preguntas fueron enviadas por el autor a sus remitentes y, luego de contestadas y devueltas, exhibidas en una galería. Casi cuarenta años después, el trabajo ha cobrado una resonancia fantasmal. Para el actual observador, los sobres con las preguntas y respuestas están pintados, dejaron su condición de objetos. Son huellas de una historia cruel. Las discusiones de aquellos años de luchas y consignas, dejaron la contingencia, perdieron su sentido. Pasaron a la tela. Son huesos rotos diseminados en la enajenación cotidiana.

En las obras de Altamirano se habla de arte, pero sin ostentar. Con su muestra O si no, actualmente en Museo de Bellas Artes, nos propone que escuchemos voces reconocibles y anónimas balbuceando palabras y señales quemantes, públicas e íntimas. Trabaja con la incomodidad que producen los fósiles delatores del pretérito que nos reflejan tal como no deseamos vernos. Altamirano, de nuevo, destapó los aullidos y silencios de un tiempo remoto y próximo.