En todas las listas que circulan en estos días, consignando cuáles fueron los mejores discos o libros o eventos políticos de 2019, quizás estemos omitiendo al verdadero "ganador" de todas las contiendas culturales, a aquel que desató una guerra secreta, una guerra fría pero despiadada, y que sin dudas ganó: Netflix.

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¿Otra vez una película de Netflix de la que hablan todos? ¿Otra vez un estreno que no pasa por los cines —salvo por algunas poquísimas salas testimoniales, que le imprimen un aura vintage a ese objeto que sino sería puramente etéreo, plenamente digital— y del que todos debaten? Sí: Netflix lo hizo. Esta vez se trata de Los dos papas, una película que no es ni buena ni mala (es más o menos, se diría, apelando a una categoría sin rigor académico) pero que tuvo la fuerza de marketing suficiente para que todos la veamos en los primeros días de su estreno, como si no hacerlo revistiera, justamente, en un pecado.

Posiblemente lo más interesante de la propuesta sea la ilusión de que, mientras vemos esta película, somos voyeurs penetrando en espacios secretos, a los que nadie accede. ¿Cómo es la intimidad de dos hombres poderosos, que habitan un palacio inescrutable como el Vaticano? ¿Qué programas de televisión miran, cuál es su clave de Wi Fi, de qué se ríen, cuánto tiempo pasan solos? Los dos papas juega a responder a estas preguntas desde una intimidad inofensiva, sin épica: esos hombres, cuando están solos, hacen más o menos lo mismo que hace cualquier otro hombre. Y sin embargo, lo que le imprime épica a su vida intramuros es, precisamente, la naturaleza del palacio que habitan. Las escenas de mayor intensidad ocurren en una Capilla Sixtina vacía, en los minutos previos a que el aluvión de turistas ingrese con sus cámaras y sus repiqueteos y su ansiedad acumulada. Ese espacio magnífico, profundamente silencioso, parece ser la puesta en abismo de toda la película, ese instante es el que condensa su propuesta: ahí, en uno de los sitios más emblemáticos de Occidente, donde todos los días miles de personas acuden como en una procesión, dos hombres mayores conversan, como si estuvieran sentados en dos sillitas en una plaza o en el living de un geriátrico.

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Toda la película es un duelo retórico. Un juego de preguntas punzantes y respuestas incisivas: Joseph Ratzinger y Jorge Bergoglio mano a mano procurando doblegar al otro en una esgrima de palabras. Cada uno lo hace con sus espadas; el alemán es frío y despiadado y tiene la inteligencia del erudito pero también las limitaciones del que se ha apartado demasiado del presente; el argentino es emocional y pícaro y corre con la ventaja que parece darle el humor y un cierto conocimiento de la cultura popular. El fútbol y los Beatles, de hecho, son los dos "casos testigo" que conectan a Bergoglio con la cultura de masas y lo dejan afuera a Ratzinger. Como si el tipo que no conoce Abbey road no pudiera liderar la iglesia del futuro. Para los que somos ateos, la religión podría ser más un conjunto de conceptos que un repertorio de reglas y preceptos. Así también se puede leer Los dos papas, desde el ateísmo. Habría algo un poco absurdo en todo lo que hacen, pero lo que hacen también eso atractivo: dos señores mayores, vestidos con túnicas blancas y negras, enfrascados en el viejo debate de los conservadores contra los progresistas.

Los dos papas podría ser la hija realista de un padre excéntrico: Habemus papam, de Nanni Moretti. En esa película, luego de la muerte del Santo Pontífice, un nuevo Cardenal es ungido como Papa pero le agarra un ataque de pánico y tienen que llamar a un psicoanalista para que matice esa especie de angustia de destino que lo atormenta. ¿Los dos papas no trabaja, finalmente, con la misma premisa, con el mismo conflicto? Más allá de la liturgia, y de la historia de la Iglesia Católica, y de la tradición teológica, Los dos papas es la radiografía de un hombre puesto frente a una situación extraordinaria, ante una responsabilidad mayor. En rigor, es la historia de dos hombres frente a ese mismo dilema: uno no puede lidiar con la circunstancia; el otro, a pesar de no quiere, sí puede.

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En 2007, cuando la escritora inglesa Doris Lessing ganó el Premio Nobel de Literatura, un grupo de reporteros fue, con cámaras y micrófonos, a la puerta de su casa, en un barrio residencial de Londres. La escritora no estaba y ahí mismo la esperaron. Al rato volvió, en taxi, del supermercado, cargando bolsas de verduras, y cuando bajó del auto se sorprendió por la presencia de la gente y preguntó qué sucedía. "¿Cómo, no se enteró? —le preguntó un periodista—. ¡Ganó el Nobel de Literatura!". Se puede ver en Youtube: su cara se contrae en un gesto de hastío, de molestia. Sabe que su vida va a cambiar violentamente, acaso para peor. "Oh, Christ", remata (porque Cristo aparece siempre en esos momentos). Los gestos del actor que interpreta a Bergoglio en el momento en que los Cardenales resuelven que él será el nuevo Papa —una cara de resignación, de incomodidad— se puede poner en serie con esa pequeña gema de la literatura contemporánea. Noticias así no siempre se reciben con alegría.

Por lo demás, es lícito preguntarnos cómo es que la producción de Los dos papas tuvo acceso a espacios tan privilegiados del Vaticano para rodar este film. Y la respuesta, conjetural, hipotética, podría ser esta: a cambio de contar una versión de los hechos que a la Santa Sede le resultara conveniente. A cambio de entronizar a Bergoglio y de ofrecer, a las audiencias masivas, una historia limpia, la historia de un héroe. Porque la Iglesia también es una enorme agencia de publicidad.

https://www.youtube.com/watch?v=epf-XMQ5Q8M

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