"Muerte al capitalismo", dice un rayado más en el centro de Santiago, una frase poco original pero que se repite, con variaciones de sustantivo, por buena parte de la ciudad, el país y también del mundo. El capitalismo, la aparente causa de todos nuestros males, el sistema que nos tenía alienados, primero, y enfurecidos ahora, es llamado al patíbulo por la muchedumbre para que se acabe de una buena vez y con él nuestras miserias.

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Pero si muere el capitalismo, ¿qué nacerá sobre su cadáver? Una pregunta que hoy, casi en la tercera década del siglo veintiuno, nadie quiere hacérsela en serio porque nadie sabe cómo responderla de manera convincente. Robert Reich, economista y académico norteamericano, prefiere no formularla ni tampoco contestarla, sino proponer otra cosa: salvar al capitalismo.

¿Salvarlo como lo hizo George W. Bush el 2008, cuando inyectó 700 mil millones de dólares a los bancos estadounidenses, quebrados por su propia codicia e ineptitud? No: salvarlo de verdad, dice Reich en su documental Saving Capitalism, disponible ahora en Netflix, llevándolo de vuelta a ese momento, mediados del siglo veinte, cuando la economía capitalista generaba, al menos dentro de las fronteras de Estados Unidos, trabajo para todos, sueldos crecientes, industrias sólidas y una clase media que podía darle a sus hijos una mejor calidad de vida que la que habían tenido sus padres.

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Robert Reich.[/caption]

Reich, que fue ministro del Trabajo en el primer gobierno de Bill Clinton —renunció cuando vio que la influencia de Wall Street en el esposo de Hillary era cada vez más grande—, propone volver a esa etapa gloriosa, pero no solo con nostalgia sino que con un Estado firme, como hizo Roosevelt después del crac de 1929: volver a regular el mercado financiero, mejorar la asistencia social y fortalecer los sindicatos.

El documental no es magistral y las historias que muestra tampoco son tan atractivas, pero el intento de Reich por buscarle una vuelta a este momento complicado no deja de ser valioso. Por ejemplo, explica cómo, durante el gobierno de Reagan en los 80, la economía comenzó a desregularse con intensidad, solo por influencia de las grandes corporaciones, que veían así posibilidades de agrandar sus ganancias sin mucho costo asociado.

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Y lo que era posible pocos años antes —que una persona, a partir de su trabajo, pudiera mejorar en una generación su condición socioeconómica— se volvió cada vez más utópico. A pesar del crecimiento macroeconómico y el aumento de la productividad, los sueldos se estancaron. El 2013, muestra Reich, un hogar norteamericano promedio generaba menos ingresos, ajustados a la inflación, que en 1989. Y actualmente, dos tercios de los estadounidenses viven al día, sin capacidad de ahorrar, mientras que la diferencia con los más ricos no deja de crecer: si en 1978 los gerentes de las grandes compañías ganaban 30 veces más que su empleado promedio, el 2013 ese múltiplo había aumentado a 296.

En Estados Unidos, además —tal como le pasa a Chile comparado al resto de Sudamérica—, la vida es mucho más cara que en otros países desarrollados: los gringos pagan más en remedios, en internet, en transporte, en seguros de salud, en educación universitaria y en gastos médicos.

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Una afroamericana de Kansas, al comienzo de la película, le cuenta a Reich que su hijo trabaja 60 horas a la semana en dos empleos, que tiene cuatro hijos, vive de allegado y no le alcanza. Que la esposa de él fue a la universidad, esperando la promesa de mejores ingresos, pero hoy debe 100 mil dólares por un crédito universitario. Y que así como ella se enorgullece de haber sacado a su familia de la pobreza durante los ochenta, ahora ve cómo esta vuelve a amenazarlos y no por flojera o ineptitud. "Esta es una economía inmoral desde sus inicios", dice.

Ante la inmovilidad de la clase política norteamericana —y chilena y colombiana y libanesa y hongkonesa y etcétera— para hacerle frente a las influencias corporativas —las grandes compañías de ese país gastan en lobby más que el Estado en educación—, ¿cómo se resuelve esto?

El economista Reich, por supuesto, no tiene la respuesta y lo reconoce, pero intuye desde dónde podría venir. No de la academia, de la cual es parte en Stanford, ni tampoco espontáneamente de la clase política corrompida. Si la solución llegará, lo hará a través de la gente, del pueblo movilizado, reuniéndose en cabildos o marchas, en sindicatos o juntas de vecinos, agrupando sus malestares y fortaleciendo sus ideas.

Quizá la única manera de salvar al capitalismo, piensa Reich, sea devolviéndoselo a las personas —si es que alguna vez fue de ellas.

https://www.youtube.com/watch?v=8T9E2DBzAaI

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