El personaje central de High fidelity sigue llamándose Rob. Ahora es una mujer sin apellido, aunque sabemos que su nombre es el diminutivo de Robyn, interpretada por una Zoë Kravitz más carismática y temperamental que nunca. Su elección es un giro respecto a los viejos Robs. Tanto el del libro de Nick Hornby (Rob Fleming) como el de la película de Stephen Frears (Rob Gordon) son hombres blancos y heterosexuales. Pero Kravitz, descendiente de afroamericanos y judíos por ambos lados de su familia, transforma a Rob en una treintañera birracial. Los guionistas por su parte, con la bendición de Hornby como productor ejecutivo, decidieron que sea queer (su top cinco de rupturas amorosas incluye a una mujer).

La acción todavía ocurre en Championship Vinyl, que ya no está en Londres, ni en Chicago, sino en Brooklyn, la capital hipster del mundo, aunque todo luce más o menos igual que en la película. De hecho, la serie cita, reimagina y actualiza ese universo, al punto de que Kravitz viste las mismas prendas que usaba John Cusack en el 2000, como una carreteada polera marca Dickies o una chaqueta de cuero pasada de tallas. En su tienda de discos, la versión 2020 de Rob también tiene a una pareja dispareja como empleados/amigos. Donde antes estaba Barry Judd (Jack Black) ahora se para con toda propiedad la impagable Cherise (Da'Vine Joy Randolph), un torbellino de extroversión que contrasta con la timidez de Simon (David H. Holmes), un ex novio de Rob que la deja cuando descubre que es gay.

La melomanía aún es un eje, a la par de la obsesión por los fracasos amorosos. Sin el combustible que le proporcionan los romances fallidos y la sabiduría musical, Alta fidelidad no podría existir. Son fuerzas que se retroalimentan: la trama gira en torno a la idea de seleccionar y jerarquizar parejas como si fuesen canciones en un ranking personal. A la usanza de su predecesores en el libro y la película, Rob se ahoga en un mar de complejos sin fundamento, sufre de serios problemas para desenvolverse socialmente y vive aferrada a recuerdos que sobreanaliza. Desde luego, también tiene un gusto musical inmaculado y omnívoro, es una máquina de trivia y conoce al dedillo el canon discográfico anglosajón.

Con la asesoría de Questlove, batero de The Roots y dueño de miles de vinilos, la serie presenta una banda sonora que dialoga con el soundtrack de la película (reaparecen The Beta Band y Stevie Wonder, entre otros), pero no se queda en la nostalgia y sugiere una lectura moderna de las preferencias que tendrían en la actualidad el personaje y los otros nerds musicales que lo rodean. Incorporar rap en la selección de canciones fue una atinada decisión para hacer creíbles a los melómanos del 2020, criados con la cultura hip hop. De ahí que la Rob de Zoë Kravitz tenga un afiche de Notorious B.I.G. en su tienda, un vinilo de Nipsey Hussle en la estantería y considere que el gangsta rap de N.W.A. es apto para niños.

High fidelity respeta sus fuentes originales. La elección de Kravitz, una actriz ligada a la música por sangre (su padre es Lenny Kravitz) y por historia (fue la voz de un dúo llamado Lolawolf), en sí misma es un tributo a la película. Lisa Bonet, su madre, fue quien encarnó a la ficticia cantante Marie DeSalle, uno de los intereses románticos de Rob Gordon. En el universo de la serie, por cierto, DeSalle es el nombre del bar donde la nueva Rob conoce al cantante ficticio que le moverá el piso, aunque esta vez el tema ñoño que interpreta no es de Peter Frampton, sino de los melosos Boyz II Men. Como ese guiño, hay muchos más. Por ejemplo, el primer chico que le rompe el corazón a Robyn se llama Kevin Bannister, tal como uno de los rivales románticos de Rob Gordon en la cinta dosmilera.

Pros y contras

Junto a la discoteca, el ropero y varias frases reconocibles, Kravitz hereda costumbres, rituales y escenarios de sus antecesores. Fuma y bebe a medida que aumenta su ansiedad, manifiesta su crisis existencial reordenando sus vinilos y no dispone de mayores lujos porque casi nadie visita su tienda. Su filosofía también es la misma: lo que más importa no es cómo eres, sino las cosas que te gustan (discos, películas, programas de TV). Sin embargo, esa idea es desafiada por esta nueva versión porque, si bien Robyn comparte preferencias y criterios con Rob Gordon y Rob Fleming, su actitud hacia las personas es distinta y es ahí donde se encuentra la distancia más grande entre la serie y las versiones previas de Alta fidelidad.

Al contrario de los viejos Robs, que dependían del espaldarazo de sus parejas para dar el paso hacia la adultez y salir de la eterna postadolescencia, la voluntad de cambiar del personaje que interpreta Kravitz no está supeditada al apoyo de un tercero. Aunque está lejos de tener todas las respuestas, la diferencia de fondo entre su crisis existencial y la del Rob de John Cusack es que ella no necesita rueditas chicas atrás para equilibrar la bici. Dicho de otra manera, emocionalmente es más libre, más sana, lo que de forma automática la hace (un poco) mejor persona. Con el paso de los diez capítulos de la serie, la vieja máxima de Rob es puesta en duda: ¿son realmente los gustos los que hacen la diferencia? ¿No será que lo medular está otras cosas como, por ejemplo, la forma en que uno decide tratar al resto?

En muchos aspectos, la nueva High fidelity no solo es un remake, sino derechamente una enmienda del material original. En el libro y la película, la conducta de Club de Toby de los melómanos es presentada como algo simpático y tierno, casi encantador. En la serie, en cambio, la masculinidad tóxica de los nerds musicales es un problema. Es más, Rob se encuentra con un sabelotodo que mira en menos sus conocimientos por ser mujer y, como represalia, le dicta una cátedra magistral acerca de Paul McCartney y los Wings. Ese irritante personaje, interpretado con maestría por Jeffrey Nordling (Big little lies), perfectamente podría ser la versión cincuentona del viejo Rob Gordon o de alguno de sus amigos.

A favor de la serie, varios argumentos. Se trata de una adaptación respetuosa, con una estructura y un ambiente ya probados, una banda sonora exquisitamente seleccionada y una protagonista que irradia magnetismo. El resto del elenco, diez puntos, sobre todo Parker Posey en el rol de una artista performática despechada que, ante la estupefacción de Rob, desea vender la carísima colección de vinilos de su ex por apenas veinte dólares (John Cusack grabó la misma escena, pero fue cortada de la versión final de la película). Aparte, el formato de diez capítulos de media hora permite contar cómo, de a poco y a tropezones, Rob se encamina a ser una mejor versión de sí misma, no sin antes hacerle zoom, apegándose a la visión de Hornby, a todas las grietas en su propio tejado de vidrio.

En contra de High fidelity, el extremo de uno de sus pros. Zoë Kravitz emana un carisma brutal que requiere suspender la incredulidad por un rato para convencerse de que Rob es una perdedora. Disfrutar la serie depende de si uno entra o no en esa suerte de talla interna. Además, en términos más amplios, la idea de tomar un artefacto cultural como éste y, de cierta forma, limpiar su imagen es, por lo bajo, discutible. El debate, en todo caso, no es si la obra de Hornby merece ser reflotada omitiendo sus partes más problemáticas. Urge recordar, con "Gracias a la vida" de Violeta Parra como el ejemplo más cercano de todos, que mucho del arte que se reivindica es blanqueado. El tema es que los melómanos que fracasan en el amor son legión, entonces, ¿por qué no crear otro universo basado en ellos y contar nuevas historias? Algo que capture el espíritu de estos tiempos y que se sienta realmente esencial para poder estar en sintonía con la época, tal como se sentía ver Alta fidelidad hace veinte años. La serie, aunque no deja de ser una muy buena forma de matar cinco horas, tiene los ojos demasiado pegados en el retrovisor como para conectarse de verdad al presente.