Conocí a Ernesto Cardenal una vez que me tocó entrevistarlo en los años 90. Era un hombre bajo, vestido de blanco, con los ademanes propios de un sacerdote. Recuerdo que tenía la intención de que comentara su labor como traductor. Le pregunté por Catulo y Marcial. Casi no respondió. Insistí con sus versiones de Ezra Pound y William Carlos Williams, y sus palabras no pasaron de cuestiones generales, de monosílabos. No quería hablar con un entusiasta de la literatura. Me cayó mal su actitud displicente. Consideré extraño que un discípulo del místico Thomas Merton fuera tan opaco. Andaba con una mujer que antes de partir me advirtió con risa que tuviera cuidado con escribir algo negativo.

Cardenal prefería no mostrarse, no deseaba ejercer la sinceridad ni el humor. Vi su ego en el rostro escondido tras las canas. Publiqué la entrevista con una mezcla de rabia y vergüenza. No me había entregado ni una señal o un comentario que recoger. Lo que me regaló era el primer tomo de sus memorias.

Ese encuentro incómodo que no me oscureció en nada mi gusto por su primera poesía: los "Epigramas", la "Oración por Marilyn Monroe" y el poema "Como latas de cervezas vacías", son clásicos. Los puede leer cualquiera. Han resistido el tiempo y ganado fuerza. Cardenal es pop: sus versos pueden aparecer en una feria de playa o en un meme. Y sus poemas de amor gozan de una capacidad de emocionar que los ubica entre lo mejor de la literatura en nuestro idioma.

Al cabo de una década quise publicar su poesía en Ediciones UDP. Le pedí al editor Adán Méndez que hiciera el contacto ya que era amigo de Cardenal. Escogimos la época donde aún no tomaban la frecuencia cosmológica.

Recuerdo que Nicanor Parra tenía presente a la figura de Cardenal. Lo mencionaba a veces. Se quejaba de su seriedad. Reconocía en él a un autor que había escrito poemas de aparente sencillez y de extrema precisión, distantes del lenguaje barroco. Sus obras iniciales tenían un vínculo, que luego se diluyó. Parra insistió en cultivar diversos registros y máscaras sin abandonar el humor. Y Cardenal se puso espiritual y político.

Sospecho que Cardenal fue inmortal en vida. Y que él lo sabía. Lo rodeaban personas que lo admiraban con devoción. Y él gozaba de suficiente lucidez para darse cuenta que sus libros eran leídos por distintas generaciones. Vivió en la condición de anciano venerable por décadas en Nicaragua. Era un mito, además de poeta, su pasado como revolucionario y teólogo de la liberación lo consagraban. Sin duda estaba preparado para la muerte desde la juventud cuando estuvo meditando en el monasterio de Getsemaní. Su relación con ella fue estrecha, según lo atestiguan sus palabras.