De un tiempo a esta parte, en distintos lugares del mundo, hay un deporte que viene sumando adeptos como si de una tendencia se tratara. No importa si estás en Santiago, en Buenos Aires o Ciudad de México, si es posible darle en el suelo a Diego Armando Maradona, se le da. Entiendo que el hombre, con su modo de ser, con sus dichos, con su estilo de vida, genera odiosidades. También ocurre que él, Maradona, califica dentro de una categoría que lo hace blanco predilecto de quienes aman disparar a la bandada: el héroe caído en desgracia.

Recuerdo que en los tiempos de Mohamed Ali, la afición que iba a ver sus peleas al ringside se dividía entre aquellos que querían verlo caer y aquellos que querían ver cómo derrotaba a sus rivales. A mucha gente le molestaba el manejo de la ironía, cierta arrogancia, pero por encima de todo, ese discurso que reivindicaba los derechos civiles -y humanos, en definitiva- de la población negra en Estados Unidos. Una derrota en el ring era también la derrota de su discurso, el declive de todo aquello que él representaba.

Es posible tender puentes entre la biografía de Ali y la de Maradona: el talento precoz, el origen modesto, la resistencia de los otros, la voz de los sin voz, la rebeldía. Pero claro, Ali nunca cayó -léase en sentido metafórico-, cuando menos no de la manera en que lo hizo Maradona: estigmatizado por la droga y la trampa.

Es difícil saber qué es aquello que la gente no le perdona a Maradona. Si su arrogancia, si su adicción a las drogas, si el éxito que en algún momento tuvo, si su posición política. Lo cierto es que nada más aterrizar en México para hacerse cargo de la dirección técnica de Dorados, le cayeron encima con todo. Ya el hecho de llegar a Sinaloa, donde tiene residencia uno de los cárteles de droga más influyentes de México -el mismo que regentó el Chapo Guzmán-, se prestó para un bullying de proporciones en las redes sociales. Luego fue el turno de los medios de comunicación, sobre todo mexicanos, que lo tildaron de técnico fracasado, enfatizando lo poco y nada que había conseguido desde que se iniciara como DT.

Maradona llegó a un equipo que prácticamente se hundía en la tabla de posiciones de la serie B mexicana. Con tres derrotas y tres empates, el futuro se veía negro. Pero con él en la banca, la historia cambió: esta semana, Dorados sumó su quinta victoria consecutiva, la sexta desde que el argentino está en Sinaloa -solo ha perdido un partido-. A una fecha del término de la fase regular, el club se posicionó séptimo y ya está clasificado para la liguilla de ascenso a la serie A.

Es cierto, no está dirigiendo en la Premier League ni tampoco en Italia… ¡Es la segunda división mexicana! Por lo demás, ni siquiera sabemos qué tan bien dirige y trabaja cada una de las prácticas. Pero ahí están los resultados y ahí también los videos que lo muestran compartiendo en camarines o al borde de la cancha con los suyos. Nadie podría poner en duda cuánto lo quieren sus jugadores o la misma hinchada de El Gran Pez, como se le conoce al club. Guardando las proporciones, el fenómeno es parecido a lo que en su momento vivió Nápoles con la llegada de un Maradona veinteañero. La ciudad está revolucionada y con justa razón.

Entre el mar de declaraciones, críticas, dichos y contradichos, me quiero quedar con una frase que acuñó el propio Maradona a poco de su llegada. Dijo Diego: "Quiero darle a Dorados lo que me perdí. Estuve enfermo 14 años. Hoy quiero ver el sol y acostarme de noche. Antes no sabía lo que era una almohada". Y es que quien habla es un hombre que estuvo enfermo y que quiere salir adelante. Que tiene que hacerle frente a su propia historia. Que hoy vive medicado -por eso, en ocasiones, habla como habla-. Es el héroe caído que intenta ponerse en pie cuando todos le han dado en el suelo. Creo que por todo lo que le entregó al fútbol y a los que amamos el fútbol, Diego Armando Maradona se merece un final distinto. Me gusta pensar que en Sinaloa ha comenzado a escribirlo.