Los republicanos solían referirse a sí mismos como “el partido de Lincoln”. Era un orgullo justificado. El viejo GOP (Grand Old Party) lideró batallas como la abolición de la esclavitud y la destrucción de los monopolios, antes de entrar en una deriva cada vez más extremista.

Ahora, es el partido de Trump: un mentiroso compulsivo, racista, corrupto y xenófobo, dispuesto a usar cualquier medio para satisfacer su megalomanía.

Partió fomentando el odio contra los mexicanos (“violadores”) y musulmanes. Sus palabras gatillaron una ola de terrorismo. Un fanático que proclamaba a Trump como su “padre sustituto” mandó 16 artefactos explosivos a políticos de oposición. Otro mató a 23 personas en una tienda frecuentada por mexicanos, dejando un manifiesto que citaba la retórica antiinmigrantes de Trump. Un adolescente de 17 años viajó cientos de kilómetros, armado, para atacar una manifestación antirracista. Asesinó a dos personas.

Trump minimizó o justificó varios de los crímenes. “Podría pararme en la mitad de la Quinta Avenida y dispararle a alguien, y no perdería votos”, se jactó y, por cuatro años, pareció tener razón.

El ex “partido de Lincoln” se inclinó servilmente hacia Trump. Dirigentes con una respetable trayectoria terminaron convertidos en sus marionetas: pretendían beneficiarse de la base de partidarios de Trump, y a la vez temían la tormenta de ataques y amenazas que espera a cualquiera que ose criticar al Presidente.

Como escribió el pastor luterano Martin Niemöller sobre la Alemania nazi: “Primero vinieron por los socialistas, y yo no dije nada, porque yo no era socialista / Luego vinieron por los judíos, y yo no dije nada, porque yo no era judío / Luego vinieron por mí, y ya no quedaba nadie para hablar por mí”.

Trump fue por los latinos, musulmanes y negros, y el GOP no dijo nada. Luego, por cualquiera que tratara de defender la democracia: periodistas, fiscales, sus propios funcionarios cuando no eran lo suficientemente rastreros. Perdió las elecciones e intentó un autogolpe, desconociendo los resultados e incentivando la violencia; aun entonces, muchos republicanos se sometieron a él.

Recién este miércoles entendieron que también iban por ellos. Recién cuando una turba azuzada por Trump atacó el Capitolio, para evitar la proclamación de Joe Biden como Presidente electo. Recién entonces, escondidos bajo sus pupitres, con sus oficinas vandalizadas por la turba, algunos dijeron “basta”.

Ya es tarde. El GOP perdió la Casa Blanca, el Senado y la Cámara de Representantes, y es ahora un partido minoritario secuestrado por extremistas: el 45% de sus adherentes respalda la toma del Capitolio.

Es una historia repetida: los políticos creen que es posible “domesticar” a demagogos y usarlos para sus propios fines. A Trump, Hitler, Mussolini, Chávez, Fujimori, y tantos otros, el poder político les abrió la puerta. Al ofrecerle el gobierno a Hitler, el líder conservador Franz von Papen aseguró que “en dos meses lo tendremos tan arrinconado, que chillará”. En Italia, Mussolini fue invitado a formar gobierno por el rey, pese a que su partido tenía apenas 35 de los 535 escaños del Congreso. En Venezuela, el viejo expresidente Rafael Caldera utilizó al golpista Hugo Chávez, entonces preso, para volver al poder. En Perú, los partidos de izquierda apoyaron a un outsider llamado Alberto Fujimori.

¿Y en Chile? Mientras los trumpistas se tomaban el Capitolio, el senador Felipe Kast tuiteaba que “los extremos destruyen la convivencia democrática”. Horas después, él y el resto de Chile Vamos acordaban un pacto con el Partido Republicano chileno, que ensalza a Trump y a su imitador brasileño, Bolsonaro, y varios de cuyos líderes copian al pie de la letra sus tácticas: usar las redes sociales para esparcir fake news y hostilizar a adversarios, defender a violadores de derechos humanos y azuzar el rechazo a los inmigrantes. Son “candidatos razonables”, justificaba Mario Desbordes, mientras uno de esos “razonables” (Cristóbal Orrego) describía la toma del Capitolio como “un pueblo que se rebela contra las élites libertinas”.

La derecha no es la única que pretende domesticar a líderes mesiánicos. El Partido Humanista llevó de candidata a diputada a Pamela Jiles. Poco después, sus exlíderes debieron abandonar un partido convertido en una plataforma personal de Jiles y su marido.

Varios dirigentes democratacristianos intentaron colgarse de la popularidad de Felices y Forrados. Pero FyF ya tiene otros planes: levantó una lista de candidatos para la constituyente a quienes les exige ser clientes premium. Una empresa con fines de lucro presentando una lista electoral: ni en sus sueños más delirantes Milton Friedman hubiera imaginado algo así de neoliberal.

“Patriotas”, “nietitos” y la “comunidad FyF” son, por cierto, muy distintos, y probablemente se sentirán ofendidos al aparecer en el mismo párrafo. Lo que tienen en común es la irresponsabilidad de políticos que creen que pueden usarlos para sus propios intereses, sin destruir la democracia y, de paso, a ellos mismos.

“Yo no dije nada…”, repetirán. Es que ya van por ellos. El mismo día en que Desbordes aceptaba pactar con los republicanos, su candidato a alcalde de Las Condes (un serial difusor de fake news) publicaba un supuesto “informe” acusando a Desbordes y a otros políticos de tener “cuentas secretas”.

Nuestros aprendices de brujo sí se creen capaces de controlar a sus criaturas. Pero ya sabemos cómo termina esta historia.