Los actos oficiales rutinarios, como la asunción de un nuevo presidente y un nuevo Congreso cada cuatro años, están regidos por un estricto protocolo. El poder se entrega en una cadena ordenada, pasando la piocha de O’Higgins de uno a otro. Sabemos exactamente, minuto a minuto, lo que ocurrirá: donde debe sentarse cada persona, qué debe hacer, incluso cómo debe vestirse. Y cada transgresión a esa norma oficial o social es anotada y criticada.

Este domingo, en cambio, casi nada está claro. No hay protocolos que ordenen cómo asumirán sus cargos, cuánto durará la primera sesión, cómo se harán las votaciones, qué ritos o solemnidades seguirán. La Lista del Pueblo ha anunciado un acto previo en el epicentro del estallido social, para marcar ahí el origen de sus mandatos, y luego marchar a la Convención. Algunos quieren jurar o prometer con la actual Constitución; otros prefieren aceptar sus cargos en nombre del pueblo; otros exigen espacio para marcar sus particularidades culturales.

El desasosiego de los guardianes del Viejo Orden es manifiesto. El Mercurio editorializa que la demanda de representantes de los pueblos originarios, sobre incluir sus símbolos y prácticas, “debilita” el “reconocimiento igualitario y universal”, al “privilegiar grupos pequeños a los que se coloca en una situación de superioridad moral”, con lo cual “la política se tribaliza”. Cita al intelectual Mark Lilla y su advertencia sobre “una retórica de la diferencia divisiva y resentida”.

Todo ello deriva de su incomprensión radical de lo que está pasando en Chile. Esa incomprensión no sorprende: son los mismos grupos que ridiculizaron la campaña “Marca AC”, que pedía una vía institucional hacia la Asamblea Constituyente en 2013. Los mismos que aplaudieron a rabiar, en la Icare de 2018, a Andrés Chadwick cuando sepultó el proyecto de nueva Constitución, sentenciando que “una Constitución no es un juego”. Son los que creían que Chile era un “oasis” en octubre de 2019.

Los que, aún después de desatado el estallido social, han buscado sabotear y descarrilar el proceso constituyente. Primero usaron la pandemia como excusa para anularlo. Luego promovieron y financiaron el Rechazo. Después, buscaron configurar “tercios de bloqueo”, y llamaron al pánico cuando los chilenos finalmente se pronunciaron por una asamblea repleta de independientes y de grupos hasta ahora excluidos de la hermética cocina del poder. Incluso hacen planes para boicotear, en el plebiscito de salida, una Constitución que ni siquiera ha comenzado a redactarse.

Los procesos constituyentes suelen nacer de rupturas violentas del orden establecido. Así ocurrió con nuestras constituciones de 1833, 1925 y 1980, todas ellas producto de guerras civiles, golpes de Estado o dictaduras. Lo que estamos intentando hoy es un hito formidable: transitar hacia un nuevo Chile en paz, por una vía institucional que ensanche el alcance de la democracia.

Es también un rebaraje de poder que significa poner en el centro de la escena política a grupos históricamente excluidos. Tener dentro de la Convención, jugados por la vía institucional, a protagonistas del estallido social, a representantes de los pueblos originarios masacrados por el Estado chileno, y a dirigentes de los territorios sacrificados por el modelo de desarrollo, es la mayor fuerza de este proceso.

Por eso resulta insólito (aunque, a estas alturas, nada sorprendente) que las minorías que durante 200 años han acaparado el poder, y han impuesto al resto de Chile sus símbolos y formas, ahora acusen a los grupos excluidos de “tribales” o “resentidos” por poner arriba de la mesa mínimas demandas de reconocimiento a sus particularidades culturales.

En 1992, cuando el pueblo mapuche presentó su bandera en un acto en Temuco, la respuesta del Estado fue de represión policial, rechazo oficial (“no me parece positivo esto de acrecentar la identidad del pueblo mapuche”, dijo el intendente de La Araucanía), y un proceso judicial por asociación ilícita contra 144 personas vinculadas al Consejo de Todas las Tierras. Con esa historia a cuestas, ¿cómo va a ser un “privilegio” que la Wenufoye tenga un lugar en el trabajo de la Convención?

El de este domingo no es un traspaso protocolar más. Es el momento en que nuevos grupos, hasta hoy excluidos de los círculos dirigentes, devienen formalmente en una élite política alternativa, que desafía a la incumbente.

Y ese desafío carga con varias paradojas. Al encarnar el poder constituyente, son un poder soberano; pero al mismo tiempo están sometidos a las reglas de la institucionalidad. Tienen una legitimidad muy superior a la del desprestigiado Congreso, y a la de un presidente aún en ejercicio, aunque simbólicamente fue revocado de su cargo el 25 de octubre de 2019. Pero al mismo tiempo, no tienen potestades para intervenir en las atribuciones de esos poderes del Estado.

La legitimidad de los constituyentes es superior a su poder formal. Ellos lo saben, e intentan demostrarlo con demandas como la libertad a los presos de la revuelta. Hoy se abre un interregno complejo hasta el 11 de marzo de 2022, cuando un nuevo presidente y Congreso elegidos popularmente puedan hacer sus propios reclamos de legitimidad política.

Los que se oponen al proceso jamás han formulado una vía alternativa para relegitimar el orden político: en su infinita ceguera, sólo sueñan con restituir el país a su “oasis” imaginario del 17 de octubre de 2019.

Eso no ocurrirá. Y el proceso que comienza hoy tendrá también mucho de catarsis. Se trata de sacar a la luz, de escenificar por primera vez en la gran escena del poder, aquel Chile postergado y silenciado.

En vez de protocolo, habrá catarsis. Y eso es tan saludable como necesario.