Mientras chilenas y chilenos padecen la peor crisis política, social, económica y sanitaria en una generación, la clase política se entretiene en un juego de recriminaciones.

Parlamentarios impulsan y aprueban leyes a sabiendas de que son inconstitucionales. Lo hacen sin siquiera molestarse en defender su legalidad. “Prefiero cometer un sacrilegio contra la Constitución” antes que frenar un proyecto ilegal, admite la presidenta del Senado.

En respuesta, el gobierno anuncia una comisión de expertos para revisar la actuación de los parlamentarios, una intromisión en otro poder del Estado que es rechazada hasta por muchos de sus partidarios.

Y como la guinda del postre, la presidenta del Tribunal Constitucional, exasesora del Presidente Piñera, emite una inédita declaración personal sobre la controversia, sin consultarla antes con el resto de los miembros del TC.

Uno de los equipos decide que se aburrió de respetar las reglas y que desde ahora va a hacer goles con la mano. Sus rivales responden pegando patadas en las canillas. Y el árbitro -un exjugador del equipo de las patadas- salta a la cancha con esa camiseta puesta para hacerle barra a uno de los contendientes.

En apasionadas entrevistas, columnas y cartas al director se analizan estas jugadas polémicas y cómo ellas ponen en riesgo mortal a la democracia.

Pero, ¿qué dice el público? Toda esta discusión le parece, ya no de otro planeta, sino de otra galaxia. Mientras el 99% de los chilenos clama por ayuda ante el hambre, la pobreza y la peste, los políticos discuten en su burbuja sobre posiciones adelantadas, goles con la mano e infracciones al reglamento.

Sin duda, las autoridades deben respetar las leyes. La república es, en palabras de John Adams, “el gobierno de las leyes, no de los hombres”. Pero este debate pierde de vista que el respeto a las formalidades legales es condición necesaria para la democracia, pero en ningún caso suficiente: un sistema político no se sostiene sólo porque las reglas se respeten. Las personas deben ver que esas reglas actúan en su favor: que, al menos en cierta medida, diseñan un gobierno “del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, como prometió Abraham Lincoln.

De lo contrario, esas reglas no parecen más que normas arbitrarias para perpetuar la injusticia.

La semana pasada se publicó el Índice de Percepción de la Democracia 2020, un estudio basado en 124.000 encuestas realizadas en 53 países de los cinco continentes. Según él, el 72% de los chilenos cree que el gobierno “sirve a los intereses de una pequeña minoría”: somos el segundo país del mundo con la peor percepción en ese aspecto, sólo detrás de Venezuela, y muy por encima del resto de nuestros vecinos medidos (en Colombia es el 59%, en Perú 45% y en Argentina 34%).

El 73% de los chilenos cree que “la democracia es importante”, pero apenas el 42% considera que “mi país es democrático”, menos que en autocracias como Egipto, Arabia Saudita o Argelia. Incluso en el resto de América Latina las cosas se ven mejor: el 70% de los argentinos, el 56% de los peruanos, el 51% de los brasileños y el 47% de los colombianos sí creen que viven en una democracia. El único país peor ubicado que Chile es, de nuevo, Venezuela.

Mientras los políticos se acusan mutuamente de romper las reglas de la democracia, la mayoría de los chilenos encoge los hombros y les responde: “¿Cuál democracia?”.

Y el Covid-19 no está mejorando las cosas. En el mismo índice, Chile es el segundo país del mundo en que menos ciudadanos creen que el gobierno está manejando bien la crisis: 39%, peor que gobiernos que en su momento parecieron emblemas de la incompetencia frente a la pandemia, como Reino Unido (58%), Italia (53%) y España (50%), o vecinos como Perú (58%) y Argentina (84%).

Es que la crisis exacerba las urgencias. Lo que los chilenos piden a su democracia en este momento crítico es que cumpla el rol básico que proclamaba Pedro Aguirre Cerda: “Pan, techo y abrigo”.

Veamos el caso de la extensión del posnatal. Los parlamentarios de oposición aprueban el proyecto. El gobierno advierte -con razón- que es inconstitucional, porque sólo el Ejecutivo puede proponer legislación que implique gasto público. Es un asunto de forma: si el gobierno lo patrocinara, el problema legal quedaría resuelto. Pero no lo hace, y en cambio impulsa un proyecto distinto, para que padres puedan activar su seguro de desempleo. El conflicto institucional escala.

Mientras, 22 mil madres esperan una solución. Comprensiblemente, les importa un carajo el debate formal entre abogados. Las semanas pasan sin respuesta. Y para ellas la calidad de la democracia no la fijará un informe en derecho de los juristas, sino una respuesta a la pregunta acuciante: ¿Podré quedarme cuidando a mi hijo? ¿O mi sistema político me forzará a salir a trabajar y exponernos a ambos al contagio, sin siquiera acceso a una sala cuna para él?

Y lo mismo con los demás debates sobre la constitucionalidad de proyectos, como el que suspende el corte de servicios básicos durante la emergencia, que fue aprobado hace más de dos semanas por el Congreso, pero el gobierno aún se resiste a promulgar. En democracia, ¿es justo que a una familia le puedan cortar la luz o el agua en medio de una pandemia, haciendo invivible la vivienda de la que el mismo Estado le prohíbe salir? ¿Es esa la respuesta que nuestra democracia entrega a los chilenos? (el gobierno hasta ahora plantea un acuerdo voluntario con las empresas en vez de la ley).

Sin embargo, el Índice también nos da una salida alentadora. Los chilenos están desencantados, pero -y esto es admirable- creen firmemente que ese desencanto se soluciona con más democracia, no con menos. Estamos sólo detrás de Polonia entre los países catalogados como “libres”, en que los ciudadanos creen que “no hay suficiente” democracia.

No queremos que un autócrata nos traiga soluciones, queremos tomar esas soluciones en nuestras manos.

Tenemos una ventana de oportunidad, aún abierta, para construir una democracia legitimada. Hay (¿se acuerdan?) un plebiscito al respecto en octubre. Se haga en esa o en otra fecha, su sola existencia es una esperanza para este Chile que hoy la mayoría percibe, en una triste cita a Lincoln, como el gobierno “de unos pocos, por unos pocos y para unos pocos”.