El virus no solo ha desnudado la realidad, también la ha acelerado. En cuestión de semanas, la percepción ideológica de Boris Johnson, el primer ministro británico, sobre el modo en que su gobierno debía enfrentar la pandemia del coronavirus cambió. Primero anunció la fórmula de buscar la inmunidad de rebaño, es decir, dejar que la enfermedad avanzara; luego se orientó hacia el confinamiento de la población. Todo indica que el giro en su discurso tuvo que ver con un hecho fortuito: Johnson se contagió y acabó en la Unidad de Cuidados Intensivos de un hospital del NHS, el sistema público de salud, el mismo que, debido a los recortes de financiamiento impuestos por los gobiernos conservadores, enfrenta debilitado la crisis del Covid-19. Johnson logró recuperarse y agradeció al equipo que lo atendió, en especial a dos enfermeros inmigrantes.

El líder de la melena rubia que a mediados de marzo circulaba sin atender a las advertencias de protección y anunciaba una política que establecía como rivales el cuidado sanitario y la economía, en abril cambiaba de opinión. Un milagro de Pascua, un señor Scrooge azotado por los hechos volvía después de varias noches de paseo junto al espectro de la muerte.

Cuando fueron reportados los primeros casos de coronavirus en su país, Johnson dispuso que la economía estaba de un lado y la sanidad pública del otro, sugiriendo implícitamente que enviaba a algunos -¿los más viejos?, ¿los más pobres?- al sacrificio. Hacerlo parecía inevitable. Hay muchos que así lo piensan, incluso en países como el nuestro; por lo general, son personas que suelen ocupar una posición económica de excepción, lo suficientemente lejana a la del resto como para tomarse la epidemia como un riesgo que no los roza, o incluso como una oportunidad. Abrazan una manera de ver las cosas desde una perspectiva doméstica, de sobremesa, impropia de alguien de quien se espera más que eso, porque su rango social dentro de una comunidad democrática así lo exige. Hombres y mujeres que definen una situación que para la mayoría es agobiante, como un contratiempo climático de fin de semana, sin atender a que lo que está en juego son las vidas de millones de personas que repentinamente se sienten a la intemperie, experimentando con una intensidad poco habitual el miedo y la incertidumbre, una muesca biográfica que puede acabar en una herida colectiva que se proyecte durante generaciones.

Lo que le ocurrió a Boris Johnson demostró que nadie está realmente a salvo y que la diferencia entre la vida y la muerte la hacen las instituciones, las políticas sanitarias y la manera en que la experiencia privada colmada de privilegios asume una responsabilidad pública o toma distancia de la crisis, refugiándose en una fantasía de exclusividad que se revela frente al mundo de un modo agresivo y burlón, una opción que, a la larga, puede provocar una resaca de violencia de la que no se salvaría ni la economía ni la salud.

La pandemia ha dividido a los líderes del mundo entre quienes han hecho una carrera política basureando la ciencia, los hechos y manipulando la información al antojo de sus ambiciones, de quienes atienden a los datos que surgen de la realidad pura y dura y advierten con franqueza que las dificultades serán muchas. Donald Trump, Jair Bolsonaro, Daniel Ortega, de un lado; Angela Merkel, Jacinda Ardern, Justin Trudeau, del otro. La jactanciosa debilidad por la competencia, buscando siempre la oportunidad de presentarse como ganadores que hacen mofa de los derrotados en un extremo, y la de enfrentar con seriedad las circunstancias difíciles que eventualmente nos pueden dañar a todos, en el otro. Estar del lado correcto significa un riesgo: presentar las propias vulnerabilidades, sincerar los datos, abandonar el papel del campeón del barrio, porque ese rol está agotado y resulta inútil y hasta ridículo en una crisis como la actual, si es que se asume que la tarea última es salvar vidas, moderar lo más posible el sufrimiento, brindar algún grado de certeza a la población y no sencillamente subir en las encuestas de popularidad para reconfortarse en un aplauso fingido que intenta hacer del fracaso un trofeo y de la mezquindad, una virtud.