Tal vez el mejor comentario que se hizo sobre la muerte de Gonzalo Rojas fue el de Felipe Avello. Duraba un minuto. Subido a la red apenas unas cuantas horas después del fallecimiento del escritor el año 2011, en la grabación el comediante aparecía sentado y casi encogido en un ático estrecho, vestido con un chaleco de lana al lado de una máquina de escribir antigua que reposaba sobre un mantel blanco en una pequeña mesa. "Es un día muy triste, ha dejado de existir el maravilloso poeta nacido en Lebu, Gonzalo Robles", decía. Eso era todo. En su elegía, Avello cambiaba el apellido Rojas por Robles un par de veces, bajando un poco la voz casi de modo imperceptible para provocar el desconcierto. El efecto era extraño. Viral inmediato, se trataba de un artefacto que ironizaba no solo sobre la obra de Rojas, tan dada a la pompa y la celebración de sí misma, sino que abordaba la tradición literaria chilena completa, representada en una foto mal pixelada del poeta que aparecía en la pantalla a modo ilustrativo, acaso la peor de las imágenes posibles para ser usada en un homenaje póstumo.

Avello es experto en confusiones de este tipo porque es uno de los comentaristas más lúcidos de la vida nacional. Su trabajo puede ser perturbador o catártico, por más que ahora mismo haya destilado una rutina masiva, apta para todo público. Está ahí su viejo freak show, lleno de personajes demenciales, todas esas parodias de la vida cotidiana que hizo con gente ansiosa de fama, señoras ancianas, modelos a la deriva. Está su banda de pop, Dina Gómez, cuyos singles tenían versiones en japonés que siempre él cantaba a capella sin que se lo pidieran. Están todas sus participaciones en los programas televisivos como panelista o invitado siempre al borde del caos, todas delirantes; pura locura desatada y sin red, ya sea caracterizado como un indígena amazónico, como un Gary Medel falso o como un payaso perverso; contando los chistes más incorrectos posibles en "Mentiras verdaderas" o celebrando el fin de la Transición mientras insultaba desnudo al Papa en una piscina. Para Avello pareciese que toda manifestación cultural solo puede ser comprendida como una broma, como algo que no vale la pena porque es un simulacro y que debe ser entendido como tal.

Quizás el Energúmeno, esa figura con la que Nicanor Parra se definió a sí mismo el 70 (cuando le contestó al presidente de la SECH en el marco del escándalo de la taza de té con Pat Nixon), lo describa con precisión: "El Energúmeno (...) es un sujeto contradictorio, rebosante de vida, en conflicto permanente con los demás y consigo mismo. De un Energúmeno chileno puede esperarse prácticamente todo. Se abanica hasta con la propia idea de revolución. Nuestros enemigos no son los marxistas ni los capitalistas, sino los pelotudos de siempre (no se ponga colorado), los tontos solemnes, los conformistas incondicionales tanto de derecha como de izquierda. En una palabra, los robots". Puede ser. Ya sabemos que el humor de Avello no puede convivir con otra cosa que no sea lo intolerable. Basta recordar el momento de "S.Q.P" donde, mientras avanzaba una conversación sobre las cirugías plásticas de la esposa de un futbolista, se fue pegando cinta adhesiva en la cara para deformarla hasta volverla un amasijo sin rasgos definidos, acaso una cicatriz gigante y atroz.

Ahora que Avello debuta en Viña es imposible no recordar todo lo anterior. Lo del Festival parece una consagración pero en realidad debe ser leído al revés; es más bien una concesión del evento a un trabajo que siempre tuvo a la vista pero que tardó demasiado tiempo en reconocer. Por lo mismo, Avello supo construirse fuera de ahí, existiendo al borde de una tele que se tomó en serio demasiado como para anticipar su crisis, que él entendió mejor que nadie. Así, usó lo digital como plataforma y huyó de los canales para hacer podcasts, youtubes, shows en vivo. En vez de desaparecer, se multiplicó y con eso, se destruyó a sí mismo (y lo que pensábamos de él) mil veces. De este modo, cualquier puesta en escena suya también era una puesta en abismo; una representación del carnaval idiota de nuestra vida cotidiana.

Sí, el Felipe Avello de hoy parece estar libre de exabruptos y comportarse como una suerte de rockero viejo, un maestro para sus pares. Pero es solo una ilusión, otra trampa. Quiero ver lo que hace en la Quinta Vergara. Pocos artistas chilenos necesitan el Festival menos que el Pez y por lo tanto, antes que una consagración, el evento puede ser para él apenas un patio de juegos más grande, una ampliación a escala global de esos decorados pintados con témpera, de esos departamentos vacíos y sin muebles donde él mismo aparecía delirando hace algunos años, hablándole a la cámara o montando performances imposibles como el de la liberación de Ingrid Betancourt, que era representada por un enano travestido, quien también fue Hulk y Amy Winehouse.

La rutina que hizo en Olmué hace un par de veranos quizás entregue algunas pistas aunque en realidad puede pasar cualquier cosa. Relato perfecto sobre su separación matrimonial y los traumas de la soledad adulta, ese show tenía como centro la frase "¡Están matando un huevón!", que el comediante repetía una y otra vez al punto que terminó transformándose en otro viral más. Pero la frase no era suya. Avello la había sacado de un viejo programa de Megavisión donde veíamos al cantante Zalo Reyes discutir con su doble. En varios momentos, el cantante de "Una lágrima en la garganta" gritaba la frase. La pelea tenía que ver con una supuesta falta de respeto que Reyes había tenido con su imitador, que le había llevado una torta a su casa o algo así.

El video era oscuro en todo sentido; la anécdota, la iluminación, los personajes que lo protagonizaban. Era otro archivo perdido, otra imagen inverosímil de nuestro espectáculo; nadie debería acordarse de ella. Pero Avello sí lo hizo: rescató la frase y se la apropió en su show. Con eso, comprobaba que el Energúmeno seguía dentro suyo y a él sumaba un coro de monstruos inverosímiles, compuesto por Zalo y su doble, él mismo, el público del Patagual y la multitud de quienes seguíamos la presentación por la pantalla. Ahí, la comedia solo podía ser construida a punta de interrupciones, abriéndole la puerta a lo inesperado y dejando entrar el delirio; ese grito destemplado que demostraba que ya carecía de sentido buscar cualquier diferencia entre la vida y su parodia.