A veces las mejores palabras, las más exactas, son las más feas. En los tiempos antiguos, en los perdidos y hoy recuperados '80, cuando alguien estaba obsesionado con ropa, relojes o calculadoras importadas, se decía que era "marquero". Era una persona fijada en los textos y etiquetas de la ropa y zapatillas. Su justificación oficial era que los productos de marca eran de mejor calidad. Esa idea fue desapareciendo con el tiempo (hoy día es risible en el contexto de la hipervaloración de lo casero y lo artesanal) pero lo que no desapareció fue la figura del marquero.

En vez de esfumarse con los '80 y la veneración a siglas que sonaban al mismo tiempo futuristas y militares (FISA, ZOFRI, SOFO) el rol del marquero se esparció a toda la sociedad. No soy sociólogo ni experto en publicidad, pero apelando a la específica autoridad del recuerdo personal, puedo marcar en el calendario el momento específico en que esto dejó de ser una broma: fue un aviso de zapatos Pluma donde aparecía el Efe, el personaje de Daniel Muñoz creado en Sábados Gigantes. El Efe, de uniforme, se paseaba por el patio de un colegio. Al agacharse a recoger algo del suelo, miraba los zapatos de sus compañeros. Entonces, en una escena digna de Grease (o de Pink Floyd: The Wall) los evaluaba a partir de ese solo rasgo. Y recitaba, apuntando a cada zapato: "Pluma. Pluma. Copión. Pluma. ¡Ah, no! ¿BOTOTOS?" El personaje entonces se agarraba la cara, incrédulo ante semejante violación del código estético impuesto. ¿Cómo alguien podía atreverse a llegar al primer día de clases con un calzado sin marca? ¿Qué era esto, la Unidad Popular?

De hecho, cualquiera con acceso a Youtube puede hacer este experimento: buscar clips del documental La Batalla de Chile y notar la casi total ausencia de marcas y lemas en la ropa de los chilenos pre-dictadura. Hay jerarquía estética entre unos y otros, por supuesto: los chaquetones del MIR están muy lejos de los ternos del Partido Nacional y ambos están aún más lejos de los chalecos de lana y los gorros de cuerina con visera que se cruzan ante la cámara en las escenas de asambleas y cordones industriales.

Pero esa jerarquía no implica todavía el branding descarado que explotó en los '90 y que vivimos hoy. Es muy curioso (Naomi Klein tendría una buena explicación, de seguro, y de paso este año se cumplen dos décadas de No Logo) pero no recuerdo jamás a alguien en una reunión social o en una universidad alegando por la imposición de gastar dinero en una prenda de ropa que además te convierte en un aviso andante de la marca.

Por supuesto, ahí peco de ingenuo: el queso del asunto es que vivimos en una sociedad donde todos pagamos para que el resto se entere de las marcas que consumimos. ¿De qué sirve un teléfono que no diga "Enviado desde mi iPhone"?

Adam Curtis, el periodista inglés, señala en su serie documental The Century of the Self (2002) que el poder de la marca como algo que el propio consumidor quisiera llevar distintivamente en su cuerpo o en su automóvil es algo que viene de principios del siglo XX pero que explotó en la década de los '60. Y que lo hizo a partir de una lectura perversa de los deseos de desmarcarse del grupo que se manifestaron en el sueño hippie y en la contracultura. Lo que descifraron los publicistas -la generación de Don Draper- caía de cajón: no hay mejor negocio que venderle productos a quienes quieren ser diferentes, porque eso significa que podemos vender tantos productos como grupos de personas diferenciadas existan.

Fue un gesto de genio y tal vez ahí nacieron los primeros marqueros, los abuelos de esos compañeros de mi colegio que estaban obsesionados con los bolsos Saxoline, los cuadernos Auca o los equipos musicales Pioneer. Curtis explica, de manera brillante, que la publicidad rastreó los deseos de destacarse del grupo hasta la infancia, el momento de nuestras vidas donde, de hecho, aprendemos muy rápido algo que no es natural o inherente al juego: que un mono de plástico de ciertas características y cierto origen es "el de verdad" y el otro es una "imitación", un reflejo, una versión pobre del juguete oficial.

Los deseos de individualidad, de ser único y especial, e incluso de ser rebelde y romper el sistema, no son amenazas al mercado. Son necesarios, son esenciales porque son el motor que lleva a mucha gente a gastar lo que no tienen en una vida que promete dejarles fuera del mercado: comida orgánica, clases de yoga, libros de autoayuda, viajes a "lugares de poder".

El mismo año que se editó No Logo se estrenó Matrix. En ese momento, la idea de que los seres humanos estuvieran en un estado de coma permanente mientras sus conciencias existían en un mundo virtual administrado por máquinas sonaba como la peor pesadilla imaginable. El único personaje de la película que admiraba la situación y la encontraba ideal era el villano que interpretaba Joe Pantoliano. Matrix no será una película perfecta, pero tenía muy claro lo riesgoso que era confundir la libertad virtual con la libertad del mundo físico. Eso fue en 1999, apenas ayer para mi generación, pero una época ya remota para los adolescentes actuales. El año pasado, Spielberg estrenó Ready Player One, otra historia donde gran parte de la población pasa sus días durmiendo mientras sus conciencias existen en un mundo virtual administrado por máquinas. Y la lectura es completamente distinta. El problema no es que la gente desee vivir en utopías digitales en tanto el mundo afuera se cae a pedazos, el problema es que un malvado empresario quiere estandarizar la maravillosa diversidad del mundo virtual. La pesadilla de Neo ha llegado a ser el ecosistema/antisistema de los muchachos de la película de Spielberg, que no tienen ningún problema con vivir en un mundo falso. Siempre y cuando los dejen elegir el color de su auto.