Yerko murió acribillado el jueves pasado en Puente Alto. Era un joven de 18 años, esforzado y lleno de sueños por delante, que se esfumaron a segundos de comenzar la balacera. Julio, su padre, apenas escuchó los disparos corrió a socorrerlo. Pero era muy tarde: su hijo había sido asesinado a metros de su casa. Perder un hijo debe ser de esos dolores imposibles de describir y de sufrir. Uno nunca va a estar suficientemente preparado para enfrentar la pérdida de un hijo, ni menos para entenderla o explicarla.

Desde la distancia, es legítimo preguntarse: ¿Qué podríamos haber hecho nosotros para salvar a Yerko? ¿Cómo evitar que la violencia, el narcotráfico y la delincuencia sigan cobrando vidas de esta manera tan brutal e impactando familias con estos dolores indescriptibles?

Por lo pronto, debemos dejar de normalizar estas circunstancias y tenemos que hacer todo lo posible para evitar que se dé vuelta la página rápidamente. Yerko trabajaba duramente para escapar de esa población y le prometía a su abuela que cuando encontrara un sueldo la alejaría de tanta violencia. En contraste, sus supuestos asesinos serían delincuentes con un largo prontuario y que forman parte de esas minorías que tienen secuestradas a poblaciones enteras, sometidas al oscuro poder de la droga, corrupción y la violencia extrema. ¿Por qué los buenos tienen que arrancar y los malos se sienten dueños de territorios y poblaciones completas?

No podemos seguir aceptando que Yerko o cualquier otro joven esforzado tenga que seguir luchando para escapar de una población o barrio de nuestro país. Los que tienen que salir son otros: los narcotraficantes y delincuentes que están matando a los jóvenes chilenos y que actúan impunemente, prófugos de cualquier exigencia mínima de justicia.

Tampoco podemos permanecer indiferentes al profundo clasismo que exhibe la elite chilena en su aproximación a estos hechos de seguridad pública. No es razonable que el robo de una cartera en Manquehue con Kennedy tenga más cobertura, preocupación y reacción de las autoridades que el asesinato de cinco personas en una comuna pobre. Los medios de comunicación, los actores públicos y especialmente las autoridades debieran hacer un esfuerzo mucho mayor para terminar con este sesgo. Una vida en Puente Alto vale lo mismo que una vida en Vitacura o Providencia.

Si este tiroteo hubiese ocurrido en Las Condes, el país estaría paralizado y el supuesto asesino sería buscado por aire, mar y tierra. Que a ocho días de la masacre, la noticia haya pasado a segundo plano y el asesino siga prófugo en la calle, nos evidencia el grave sesgo de clase en el tratamiento de los hechos policiales. El Presidente Piñera aún está a tiempo de sumarse a este debate y de relevar este hecho de sangre al nivel de gravedad que merece. Chile está sumido en una crisis de seguridad que está afectando a ricos y pobres por igual, pero que a los últimos impacta de manera más profunda, al sentirse desvalidos e ignorados por el resto de la sociedad.

"No se muere quien se va, solo muere quien se olvida". Esa era la leyenda que la familia y los amigos de Yerko escribieron para despedirlo. A él y a muchas otras víctimas de la droga y la violencia ya no los podemos salvar. Una vez más tenemos la oportunidad de reaccionar con fuerza para que sus muertes no sean en vano y de una vez por todas empecemos a ganarle la batalla a la delincuencia y el narcotráfico que tanto nos acechan.