Ah, Pablo Longueira, de nuevo. Este es uno de los pocos políticos chilenos -sobran los dedos para contarlos- que tienen la capacidad de sacudir el debate público con unas cuantas palabras. Sabe cómo hacerlo: dibuja un futuro, imagina a los personajes y echa a andar una trama en varios actos. Arma un relato, o acaso un psicodrama. También sabe que a cuanto diga le seguirá una tormenta de ataques políticos, personales, históricos y (esta vez) penales. No sólo los puede soportar, sino que los integra al psicodrama: los ataques confirman la trama.

Durante toda una semana, la política ha girado en torno a su tesis de que la derecha debe impedir que el triunfo del Apruebo en el plebiscito constitucional signifique el derrocamiento del gobierno de Piñera. Eso, dice, es lo que planea la izquierda. No pierde tiempo con el matiz. No dice ultraizquierda, antisistémicos, polos revolucionarios. Simplemente, la izquierda.

Su tesis no es nueva. Lleva unas cuantas semanas de desarrollo dentro de La Moneda. Pero ninguna parte del gobierno podría plantearla de esa manera. Lo mismo ocurre con la segunda parte del razonamiento de Longueira, según el cual la derecha debe apostar a la convención constituyente. Y, para ello, llevar una selección de candidatos fuertes, es decir, políticos conocidos. Con esas pocas palabras, se difumina la idea de una asamblea casi vecinal, y emerge la de una convención cuyas figuras serían similares o superiores a las que hoy habitan el Congreso. La convención pasa a ser una fortaleza frente a un Parlamento que ha desafiado una y otra vez al gobierno y al sistema institucional.

Todos los partidos políticos estaban pensando en nombres de alto rango, pero nadie lo decía. A los que tienen pocas figuras de repertorio, ese silencio les era muy cómodo. Longueira lo volteó. Repuso la idea, un poco diluida en los últimos tiempos, de una UDI volcada a los votos, la “UDI popular” que inventó en los 90 y a la que convirtió en la primera fuerza política del país.

La “UDI popular” contravenía la idea de Jaime Guzmán de un partido pequeño, cohesionado y doctrinario, un partido “de vanguardia” de acuerdo con los prototipos revolucionarios. Pero Longueira sabía que Guzmán era más contradictorio de lo que se creía y mucho más pragmático de lo que sus discursos sugerían. Por lo tanto, no vio incoherencia en desarrollar un partido “de masas”, más cerca de Stalin o Mussolini que de Lenin.

Para qué decir que el psicodrama de Longueira es totalmente funcional a la candidatura permanente de Joaquín Lavín. Hay una pequeña disonancia entre ambos. Lavín cree que la élite dirigente está polarizada, mientras que la mayoría del país sigue un ideal moderado. La tesis de Longueira supone una confrontación entre gente poco moderada, una continuación del ambiente del 18-O, donde -según parece creer- unos se callaron mientras otros se tomaban la escena. La idea de Lavín es la de un acuerdo concesivo y naturalizado. La de Longueira implica un acuerdo forzado, partiendo del principio de que ni la ley ni el orden son naturales. Los dos políticos juntan plenamente sólo en la percepción -por lo demás, amplia- de que el centrismo, el laicismo ilustrado, el socialcristianismo, la socialdemocracia, sufren un déficit sostenido de identidad política, autonomía moral y propiedad de liderazgo, y que hay allí un voluminoso electorado a un tris de la orfandad.

Lavín lleva 20 años tratando de ser Presidente de Chile. Longueira ni siquiera soportó la idea la única vez que pudo. Lavín quiere una foto en la historia, Longueira aspira a diseñarla. Lavín es una estrella con un guion infantilizado; Longueira, un dramaturgo con una trama por delante. Uno trata de seguir la corriente, el otro siempre prefiere nadar río arriba. Tal vez Lavín podría fiarse poco de Longueira desde la tortuosa campaña presidencial del 2000; quizás Longueira querría impedir que Lavín no termine de transformarse -por ejemplo, que se declare de izquierda- antes de rescatar el vigor de su propio bando.

Para Longueira la clave no es la Presidencia, sino la convención. Ya una vez diseñó, con su mentalidad de ingeniero, un método que le permitiera a la UDI maximizar el rendimiento de sus votos dentro del sistema binominal. Después hizo lo mismo con los alcaldes, dentro del sistema proporcional. Y ahora, probablemente, está identificando los numerosos forados que tiene el actual sistema electoral, para plantar una amenaza más real que cualquier discurso en contra de quienes lograron escaños en el Congreso con bases precarias. Y esa es otra dimensión -menos espectacular, más tecnocrática- en la que el exdirigente ha entrado a sacudir el ambiente.

Quizás todo esto no dure más allá del juicio que debe afrontar en octubre con la acusación de cohecho dentro del caso Soquimich. Pero la estaca clavada se hunde profundamente en el corazón de los eventos electorales que se inauguran ese mismo mes.

En la trama que ha creado cabe todo, aunque las prioridades son claras: convención, alcaldes, parlamentarios. Sólo después la Presidencia. Sabe que en esta época proliferan los prolegómenos, es decir, los precandidatos. Es la época de los mistificadores, los mentirosos, los idealistas, los insolentes, los soñadores y los audaces. A veces queda poco rastro de ellos en sólo unos meses.

Longueira no ha aceptado sacudirse en la tumba. Redivivo, estentóreo, ahora con un aire de fragilidad que agrega un toque de melodrama, pero lo mantiene igual a sí mismo, ha venido a recordar que la política nunca deja de ser la política, como quiera que sea infantil o espectral.