Con asombro hemos descubierto que se nos estaba tratando de imponer ciertas “verdades” que no tenían base alguna en el país que votó tan masivamente el domingo pasado.

Esa noche, nos dimos cuenta que habíamos sido pauteados por una nueva elite de izquierda, desconectada del Chile real, pero híperconectada -eso sí- a sus homólogos del mundo desarrollado, con su glamour y su cultura. Donde el patriotismo “rankea” más bien por abajo. Su visión del mundo (y de Chile en particular) es desde una perspectiva más bien turística. Ellos se codean con sus pares de NYC, Londres, París o Berlín. Pero nunca han ido a Idaho o Wisconsin, Lindsey, Langendorf o Clermont.  Son escépticos de la capacidad política del ciudadano común y corriente (salvo que vivan en Ñuñoa, pero no en Colchane o Ercilla), que “no entiende” sus análisis sofisticados de la realidad (menos aún una Constitución con cientos de artículos).

Su cultura de la cancelación busca suprimir cualquier “herejía” de su religión. Y los herejes son estigmatizados como fachos, homofóbicos, racistas o neoliberales. Y contra ellos dirigen sus tropas de matones anónimos a través de las redes sociales. Verdaderas tropas de asalto del neofascismo virtual. Y como buena religión tiene sus santos, sus clérigos y sus obispos: Laclau, Schmitt, Mouffe, etc.

A esta nueva elite pertenecen los Atria, Bassa, Loncon, Jackson, Baradit, Schonhaut y compañía. Con sus vistosos títulos, posgrados, y su soberbia intelectual y moral.

Y fueron ellos los que instalaron las verdaderas “fake news” que el domingo pasado descubrimos en su falsedad: a) que el pueblo mapuche quería ser independiente, no solo cultural, sino políticamente; b) que todos querían considerar el agua como el aire: un bien común administrado por los políticos; c) que la juventud los apoyaba sin reservas y la tercera edad también; d) que la gente quería compartir sus ahorros previsionales; e) que los animales y plantas eran casi homologables con los humanos; y así, una larga catarata identitaria, en su lenguaje sanitizado, y cursi.

En definitiva, que su país imaginario era compartido por todos, y solo era cosa de hacer un listado de sus deseos, y con un lenguaje posmoderno, meterlos en la nueva Constitución, para imponer su particular visión del mundo por décadas a todos los chilenos.

Y cuando les fue mal, se burlaron de Petorca (Naranjo); trataron a los mapuches de desclasados, arribistas y arrastrados (Natividad Llanquileo); y a los chilenos de “engañados” por los medios, la derecha y sus fake news (Hertz) o como los “fachos pobres” de Gutiérrez.

Pero el Chile real pensaba otra cosa. Quería tranquilidad, no refundación. Quería sus tradiciones, sus huasos y sus rodeos. Su bandera, su himno y su escudo. Y no está “ni ahí “con esta neoelite de izquierda, cursi, soberbia y desconectada de la realidad.