Para ser un disco hecho por fantasmas, el nuevo Nine no está nada mal. Sus voces espectrales suenan convincentes; sus bajos eléctricos no pulsados son profundos, y las secuencias por nadie programadas, cautivantes. Bitter streets —un no single— seduciría como neosoul de denuncia política si no fuese porque imposta un sentimiento inexistente. O así debemos entender la música de SAULT, que en sus cinco álbumes —¡en dos años!— hasta ahora acredita la autoría y grabación a un seudónimo sin señas de referencia. Las entusiastas reseñas en prensa no han conseguido que ¿el músico? ¿la banda? ¿el programador de algoritmo? se deje ver en selfies, anuncie conciertos ni reciba periodistas. Tampoco les conocimos las caras a Daft Punk y las entrevistas a Beyoncé son hace siete años una rareza, pero esto es muy diferente. En la web www.sault.global hay un fondo negro y un botón de descarga gratuita que pronto desaparecerá. Tan sólo una advertencia: “Quedan 71 días”.

Se ve en la propuesta de este colectivo británico un gesto radical, cuando en verdad es posicionamiento público ingenioso a partir de tendencias más generales. Insistir con todo aquello de “la muerte del autor” tampoco es preciso: lo que sucede hace unos años en el pop es más bien la irrelevancia de la instalación de nombres únicos como protagonistas y referentes (que no de su obra). La oferta musical en flujo es cuantiosa porque quienes en ella trabajan son aún cientos de miles, pero de muchos hits no conocemos realmente sus responsables, e incluso de quienes eligen estar cuerpo, rostro y voz al frente sabemos menos datos biográficos que los que hace décadas se prodigaban sobre cantautores de éxito. En los espacios menguantes del periodismo musical —el que queda—, conceptos que antes delinearan improntas autorales distintivas, como aquel de “voz de su generación”, ya ni se asoman. Billie Eilish es figura, por supuesto, pero desde imágenes, gestos y pulsos sonoros disociados de sus opiniones sobre el curso de los acontecimientos mundiales o sus propias decisiones creativas. Crece la oferta de conciertos de hologramas, estrellas musicales animadas (tipo Hatsune Miku) y herramientas de complemento por inteligencia artificial a las tareas de composición, arreglos y grabación de música. Tienta juzgarlos desde una normativa sobre su corrección o incorrección artística, pero para qué: hasta de la radio se habló alguna vez como de una amenaza creativa.

Tampoco es que sintamos nostalgia de la afición rockista que por décadas sobreinterpretó canciones buscando señas filosóficas (convirtiendo a tantos fans en temibles devotos). Pero ahí está la nueva miniserie McCartney 3, 2, 1, que entre sus impresionantes fortalezas registra con austeridad el recuerdo de prácticas de estudio probablemente extintas: la colaboración de dupla, decisiones instrumentales imprevistas, el apoyo en recursos técnicos limitados, la entrega a una producción complementaria (y no determinante). En cada época hay canciones pero también metodologías que llegan y luego pasan, concluye uno. Y al fin en la balanza entre creación, adornos y exposición, todo estará a salvo si la rienda la tira la música.