En una escena de Madres paralelas, la última película de Pedro Almodóvar, uno de los personajes le dice a Janis, el rol que interpreta Penélope Cruz, que lo mejor es mirar al futuro, porque insistir en el pasado solo sirve para “abrir viejas heridas”. Janis busca desenterrar de una fosa clandestina los restos de su bisabuelo, fusilado durante la Guerra Civil española, y su amiga asume que no debería perder el tiempo en eso, echando mano a un argumento usual en estos casos: que ocuparse de asuntos traumáticos del pasado es descuidar el presente y, por lo tanto, el porvenir. Recordé esa escena hace unos días, cuando la Corte de Apelaciones de Santiago elevó las penas de cárcel contra 10 militares en retiro por quemar vivos a Carmen Gloria Quintana y Rodrigo Rojas De Negri, un crimen ocurrido en 1986. Aquel caso era una de las historias que acompañaron mi infancia, no porque tuvieran directa relación conmigo o con mi entorno, sino porque leí los reportes de prensa en las revistas que había en mi casa. Sobre esas notas recuerdo un detalle que se quedó conmigo: luego de que los dos cuerpos fueron rociados con combustible, prendidos en llamas, arrojados a un sitio eriazo y luego rescatados, fueron trasladados a un hospital. Mientras estaban allí, el acceso a sus habitaciones estaba controlado por una guardia, no recuerdo si militar o policial, como si se tratara de criminales peligrosos. No tengo una razón clara para que la imagen de unos custodios de uniforme vigilando la habitación de dos jóvenes gravemente quemados, uno de ellos agonizante, se quedara anclada en mi memoria. Pero así fue. Entre el ataque a Carmen Gloria Quintana y Rodrigo Rojas y la última resolución de la justicia habían pasado 35 años. La edad del actual Presidente.

El próximo año se completa medio siglo desde el Golpe militar de 1973, un período durante el cual no ha dejado de estar presente la tensión entre la verdad a medias, la justicia lenta a cuentagotas y los discursos para entusiasmarse con el olvido. En los hechos todo se ha inclinado a favor de la huida hacia adelante. Era lo que el país necesitaba para avanzar. En lugar de justicia lo que han abundado durante las últimas décadas han sido los actos simbólicos y las declaraciones de un “nunca más” demasiado genérico para significar lo que pretendía. Mucho gesto, pocas nueces.

Hace un mes, justo antes de dimitir como comandante en jefe del Ejército, el general Ricardo Martínez divulgó un documento titulado “Reflexión sobre las actuaciones del Ejército y sus integrantes en los últimos 50 años y sus efectos en el ethos militar”. El texto estaba destinado a marcar un rumbo, pues suponía que por primera vez la institución condenaba acciones cometidas por militares durante la dictadura. Entre los episodios descritos se cuenta la llamada Caravana de la Muerte, liderada por el general Sergio Arellano Stark, quien encabezó operaciones de tortura y ejecuciones, descritas en ese informe como “absolutamente ajenas y reñidas con un correcto ejemplo de amor a la patria y al Ejército”; el documento también se detiene en el ocultamiento del destino de los cuerpos de los ejecutados, un hecho calificado de “inaceptable”, reconociendo que “ha sido uno de los más determinantes en las imputaciones que se le hacen al Ejército”.

La reflexión presentada por el general Martínez da contexto, desmenuza y analiza la realidad de la institución en la historia local y el orden internacional, de un modo que hubiera sido inconcebible hace 30 o 20 años. En uno de sus últimos párrafos admite que “el Ejército sufrió una fuerte politización durante el gobierno militar” y reconoce indirectamente los escándalos de corrupción, señalando que es un fenómeno que afecta a “toda la sociedad en su conjunto” y que “el Ejército es una representación de la misma y no está ajeno a ser afectado nuevamente, a pesar de las medidas que se han tomado”. Sin embargo, el documento divulgado los primeros días de marzo acabó sepultado por el peso de los acontecimientos: el general Ricardo Martínez debió dimitir días antes de finalizar su período, y entregar el mando, luego de que la jueza Romy Rutherford lo llamara a declarar en calidad de inculpado en una de las aristas del fraude millonario al interior de la institución. Lo que siguió fue nuevamente la pauta habitual de un uniformado que intenta ser tratado de modo excepcional, tal como ya ha ocurrido tantas veces. El camino que ha seguido la jueza Rutherford para desenmarañar la trama de corrupción interna ha sido todo, menos expedito, aun así su trabajo avanza y ha significado que tres excomandantes en jefe -Juan Miguel Fuente-Alba, Humberto Oviedo y Óscar Izurieta- hayan sido procesados.

Si hay algo claro a la luz de los hechos es que dar vuelta la página y dejar los acontecimientos traumáticos atrás es imposible cuando el peso de la historia se cuela por todos lados, como una sombra que se extiende sobre el presente, no tan solo por los crímenes cometidos en dictadura, sino por un legado, el del pinochetismo, que torció una cultura interna hasta el punto de provocar un daño perdurable. Una herida extendida, primero por el color de la sangre y luego por el poder del dinero, que se ha sobrepuesto a las buenas intenciones y ha boicoteado incluso una declaración que pudo ser histórica.