Nada desquicia más a quienes detentan poder político que entender la voz del pueblo. Saben que la necesitan a su favor, o por lo menos no en su contra, pero también que es imposible conocerla cabalmente, porque su naturaleza es escapar de la precisión y no estacionarse en ningún lugar. Ahí radica uno de los principales dilemas de quien debe rendir cuentas en la esfera pública: guiar o simplemente seguir las preferencias que esa voz ambigua parece indicar. En el caso de Chile, en los últimos años, este dilema se ha resuelto frecuentemente a través de un entendimiento sesgado sobre la opinión pública, que cuando favorece las ideas propias, es interpretada como nítida y perpetua. El Acuerdo por la Paz y Nueva Constitución, del que se acaban de cumplir tres años, es una notable excepción.

La manifestación pública, masiva y en el espacio físico (protestas, celebraciones) -que es interpretada como la voz del pueblo cuando tiene fuerza suficiente y ningún otro cuerpo social se le opone- tiene una potencia arrasadora, está llena de matices, pero carece de toda nitidez. Se alimenta de la sensación de poder de quienes normalmente no lo tienen ni lo disputan, y reclama una respuesta de la autoridad, a la espera de una señal de satisfacción, insatisfacción o cansancio. Las redes sociales funcionan con una lógica similar, aunque más efímera y menos fuerte. Las protestas de 2019 tuvieron estos componentes y los sectores cuya posición se podía fortalecer en este contexto, quisieron oír un reclamo por avanzar hacia objetivos específicos (reducir o eliminar la participación de privados en la prestación de derechos sociales, sistema de reparto en pensiones, entre muchos otros), una interpretación excesiva que probó ser equivocada.

Las elecciones, que son la expresión más institucionalizada de la voz del pueblo, una fuerza encarrilada y que entrega preferencias, pero carente de matices, también nos dejan lecciones. La idea de que esta voz expresada en el voto genera un “mandato” -que sería una especie de obligación moral de implementar todas las propuestas que el candidato impulsó, como si la ciudadanía hubiera expresado esa voluntad a través del voto- ha nublado el juicio de quienes se enamoran de su triunfo y olvidan que ninguna autoridad es juzgada en su ejercicio por los mismos motivos que la llevaron a ganar. La mayoría de los convencionales, por ejemplo, cayó o quiso entrar en ese error, cegándose a las señales que mostraban que la idea general de cambio que la ciudadanía estaba manifestando, podía desmoronarse en la discusión de las particularidades. Y así fue.

Por último las encuestas, una versión tecnificada pero fría de la opinión pública, también son objeto frecuente de interpretaciones excesivas, especialmente cuando con extrema facilidad se asemejan sus resultados a lo que “la gente quiere”, como si de ellas descendiera una revelación. Así, por ejemplo, “la gente” ha tenido una alta preferencia por el cambio constitucional y a la vez este asunto ha estado en la parte final de su lista de preocupaciones. Solo la voluntad de interpretar esto armónicamente puede llevar a alguna conclusión productiva.

La voz del pueblo es tan esencial para el ejercicio del poder político como inabarcable. Sus distintas expresiones entregan a las autoridades señales que solo un irresponsable ignoraría, pero nunca indican un camino claro. Suele dar algunas pistas de lo que quiere, pero casi ninguna de cómo conseguirlo. Teniendo por delante la obligación de resolver la continuidad del proceso constituyente, y debates relevantes en materia de seguridad, pensiones, impuestos, educación y salud, solo lograremos un horizonte de estabilidad y progreso si nuestras autoridades y representantes dejan de buscar los vientos pasajeros de opinión que los puedan favorecer y abandonan las interpretaciones abusivas. Esta es la única vía para avanzar en materias en que es riesgoso seguir estancados. El acuerdo de noviembre de 2019 es una buena guía para estos efectos, no solo porque nos recuerda que es posible darle un cauce a la voz del pueblo, sino también porque nos permite imaginar los riesgos de no hacerlo.

Por Rafael Sousa, socio de ICC Crisis, máster en Ciencia Política UC