Da la impresión que el contralor es un luchador incansable; una especie de gladiador con un traje de hierro que ha proclamado una cruzada moral y ética para dejar este país "algo menos corrupto" que como lo encontró al asumir el cargo. Muy bien y admirable.

Los administrados podemos entender que parte de esa misión tiene que ver con las funciones que le ha encomendado la Constitución en su artículo 98, que se refiere al control de la legalidad de los actos de la Administración y a la revisión de la contabilidad general de la Nación, entre otras, y similares funciones que le encomienda la Ley 10.336 y sus modificaciones. Es posible que en esas áreas, el Contralor haya encontrado actos de corrupción, relacionados, por ejemplo, con los fraudes en Carabineros y otros de especial gravedad.

Sin embargo, hay dos materias en las que ha ido muy lejos, una de ellas ya resuelta por la Corte de Apelaciones y la Corte Suprema, como es la relativa al caso de la subcontralora, donde su actuación de removerla del cargo sin un proceso previo fue considerada arbitraria e ilegal. Para un funcionario de la investidura del contralor, esas sentencias han debido ser muy duras y dolorosas, especialmente porque lo arbitrario implica algo caprichoso y carente de razón, y lo ilegal es un actuar contrario a la ley, que es precisamente por la que debe velar.

La segunda materia es la relativa a los permisos de construcción, donde, a través de sucesivos dictámenes, el contralor ha venido minando poco a poco el principio de certeza jurídica, generando un verdadero caos a nivel de direcciones de obras municipales y proyectos con aprobaciones previas o en curso, con gran daño patrimonial. Se han afectado derechos adquiridos y, desde luego, la buena fe que el administrado deposita en el Estado que aprueba sus proyectos y que no ha actuado con dolo ni engaño.

Lo que tienen en común el caso de la subcontralora y los permisos de edificación es que ambos surgen de actos de interpretación de la ley que realiza el contralor, sin tener facultades para ello. En doctrina administrativa, se trata de desviaciones de poder.

Es tal la cantidad de casos involucrados en materia constructiva, que resulta absurdo que la solución sea judicializarlos todos, y en cada uno de ellos haya que esperar una resolución de las cortes, que determinen que el actuar del contralor fue arbitrario e ilegal. La pregunta de fondo es si nuestro ordenamiento jurídico ofrece algún remedio suficiente para poner atajo a estos excesos y que no ocurra -como en las Isapres- en que se suman centenas o miles de recursos individuales.

Probablemente, el señor contralor reflexionará sobre estos temas y sopesará si en sus decisiones administrativas ha existido un sesgo interpretativo más ideológico que técnico. De ser esto cierto, inevitablemente la paralización arbitraria de la actividad constructiva se politizará por el daño que causa al desarrollo económico del país.