Por Roberto Méndez, Escuela de Gobierno UC

Antes que se desplomara la torre en llamas de la vandalizada Iglesia de la Asunción, en calle Vicuña Mackenna, un individuo precipitó desde la altura la imagen de la Virgen que se ubicaba sobre el acceso principal. Abajo, en el resplandor del incendio, una muchedumbre enardecida gritaba celebrando.

Fue una escena macabra, como sacada de una película de terror.

Para muchos, entre los que me incluyo, el suceso fue un puñetazo. Doloroso, humillante, gatillando una primitiva propensión a responder con ira. En esas circunstancias, no hay argumentos, nada que conversar, solo instinto y sentimiento. Pero aún este derecho mínimo a indignarse (derecho al pataleo podríamos llamar) ha sido relativizado. Una vecina, aplaudida, recriminó frente a las ruinas, “que nos estemos lamentando tanto” cuando “la verdadera violencia” (es el argumento), proviene de las injusticias, de los carabineros, del Sename. El ministro del Interior, para tranquilizarnos me imagino, informó que “la gran mayoría de los ciudadanos vivió una jornada de paz”. El director de Carabineros celebró el “éxito” de la estrategia policial desplegada. Del Presidente de todos los chilenos, al menos ese día, no se escuchó nada.

No todos estuvieron de acuerdo con el pacífico diagnóstico oficial. El rector de la Universidad Católica ha llamado a esto, con razón, “un acto salvaje y de barbarie, un grave atentado contra la cultura nacional y en especial contra la libertad religiosa”; ha hecho un urgente llamado a una condena transversal.

El pasado fin de semana cobró fuerza una hipótesis peligrosa (varios lo han planteado): el principal problema de este país, más que la pandemia o la crisis económica, es la violencia que se ha instalado como instrumento válido de expresión social. Frente a ella pareciera no haber plan, ni estrategia, no hay un responsable, como sí existe respecto a los otros temas. La violencia está establecida y nos está llevando hacia un camino sin retorno.

Existe bastante confianza en que la ciencia finalmente controlará el virus. La economía, por su parte, con seguridad se recuperará de los efectos de la pandemia. Lo que no está claro es cómo podremos recuperarnos de este agresivo clima social que se está imponiendo. Es necesario encarar esta violencia irracional, buscar cómo recuperar ese mínimo de cohesión social necesario para que la democracia funcione.

Si el llamado del rector Sánchez a condenar la violencia no es acogido, me temo que tanto el próximo plebiscito como la eventual nueva Constitución quedarán marcados (y deslegitimados) por este pecado original.

No hay alternativa a la democracia. Contra toda evidencia, es necesario seguir confiando en el diálogo, aunque a veces sea tan difícil. Así es que, a hacer nuestra parte, quedarse callados, bajar la cabeza y contener la furia. Y, desde luego, concurrir ordenados a votar a un plebiscito que, nos dicen, todo lo solucionará.