Una porción considerable del país piensa que en el Frente Amplio (FA) hay algo nuevo y atractivo. Le parece seductora la receta propuesta por jóvenes entusiastas e impolutos, en especial si viene sazonada con un toque de rebeldía y desparpajo.

Como una cosa es el mapa y otra distinta el territorio, la experiencia práctica ha ido horadando esa imagen inicial. La pretensión redentora del FA ha chocado de frente con los hechos: con más infantilismo que sentido de la realidad, ha promovido intentos fallidos para destituir al fiscal nacional, al ministro de Salud y a tres jueces de la Corte Suprema; ha sufrido divisiones y enfrentamientos internos; ha sufrido con el personalismo de varios de sus líderes; y ahora enfrenta el episodio protagonizado por los diputados Boric y Orsini, cuya inconsulta y secreta visita a París indignó a la derecha (hasta hace poco encantada con el primero por haber participado en la comisión sobre la infancia y criticado al régimen venezolano) y caldeó los ánimos en la coalición de izquierda. Todo esto cuando aún no se cumple un año del batacazo electoral que significaron la votación de Beatriz Sánchez en las presidenciales y el buen resultado en las parlamentarias. ¡Cuánta verdad hay en eso de que lo más difícil es administrar el éxito!

A nadie le resulta sencillo darse cuenta de que la ilusión que uno se ha creado sobre sí mismo no responde a la realidad. Hasta ahora, el mesianismo y la utopía han sido parte esencial de la propuesta del Frente Amplio. Son elementos que le han servido para atraer y convocar electores. Hoy, cuando ya han llegado a posiciones relevantes de poder, sus dirigentes deben tomar una decisión: ¿siguen habitando en el confortable -pero fantasioso- mundo del voluntarismo o se mudan al incómodo -pero real- lugar donde las cosas son como son?

El filósofo Michael Oakeshott señalaba que todos los seres humanos llegamos a un punto en que enfrentamos lo que el novelista Joseph Conrad llamaba "la línea de sombra". Cuando la cruzamos, entramos a lo que calificaba como "un mundo sólido de cosas, cada una con su forma fija, cada una con su propio punto de equilibrio, cada una con su precio; un mundo de hechos, no una imagen poética". Al atravesar la imaginaria "línea de sombra", sostenía Oakeshott, se adquiere la "actitud conservadora".

Sería ridículo pedirles a los muchachos del Frente Amplio que sean conservadores. Pero sí puede reclamárseles, si quieren dejar atrás los traspiés que han protagonizado y aspiran a dejar huella sustantiva, que crucen por fin su línea de sombra y adopten la "actitud conservadora", que es la que distingue al aventurero soñador del político con los pies puestos en la tierra para servir al bien común.