Mucha agua pasó bajo el puente desde que el gobierno presentara en agosto de 2018 su proyecto de ley para modernizar el sistema tributario. El diseño original, que apuntaba a una simplificación del sistema, a eliminar la inequidad horizontal derivada de la sobretasa del 9,45% que deben soportar los socios de empresas adscritas al régimen de semi-integración, y que incorporaba elementos de incentivo a la inversión, mutó hacia un proyecto centrado en la búsqueda de una mayor recaudación tributaria. Esto se tradujo en la renuncia al "corazón de la reforma" -que era la vuelta a un sistema de integración total, dejando este régimen solo para las socios de empresas de menor tamaño (ventas anuales de hasta 75.000 UF)-, y en la incorporación de nuevos gravámenes orientados a los sectores de más altos ingresos. Se mantuvo la incorporación de la boleta electrónica, los nuevos impuestos digitales, y se amplió en un año la opción de utilizar el régimen de depreciación acelerada para nuevas inversiones en activo fijo.

Con todo, la reforma tributaria finalmente aprobada debería generar, en régimen, una recaudación adicional de aproximadamente US$ 2.400 millones. El que esto sea así va a depender, obviamente, de la evolución de la actividad económica. Si la economía no repunta como se proyecta en los cálculos, los objetivos de recaudación no se van a cumplir.

Sumando y restando, es probable que esta reforma no introduzca costos adicionales muy significativos respecto de la situación previa, y en el caso específico de las empresas de menor tamaño, los cambios introducidos representan un avance importante.

Pero sin duda el mayor costo proviene de haberse perdido la oportunidad para introducir ajustes que contribuyan efectivamente a dinamizar el ahorro y la inversión, y por ende el crecimiento de la economía, base fundamental para la creación de nuevos empleos, de mejores remuneraciones, y para obtener los recursos fiscales requeridos para financiar una agenda social más potente.

Lo que viene por delante en materia de impuestos es algo que se debe mirar con mucha atención, porque paulatinamente se ha venido instalando la idea de que la carga tributaria debe subir, tomándose como referencia lo que se observaba en países hoy desarrollados, cuando tenían el PIB per cápita de Chile.

Siendo entendible el argumento, en atención a la mayor demanda por bienes públicos asociada al desarrollo económico, la fragilidad de la economía chilena en la actual coyuntura hace recomendable actuar con cautela en esta materia.

Es por eso que antes de pensar en una nueva alza de impuestos para financiar demandas que implican mayor gasto público, por legítimas que estas sean, hay que considerar que hay todavía un amplio espacio para avanzar por la vía de lograr un mejor uso de los recursos fiscales ya disponibles, a través de reasignaciones provenientes de una racionalización de los múltiples programas ya existentes, y que siguen opertando en forma inercial, a pesar de no estar cumpliendo sus objetivos.

Y en lo que respecta a nuevos impuestos, hay que considerar que por el lado de las empresas no hay espacio para seguir aumentando la carga. De hecho, Chile es uno de los países donde la carga efectiva que soporta el sector corporativo es más alta, expresado como proporción del PIB. La revisión de los gastos tributarios anunciada para los próximos meses será una buena oportunidad para revisar regímenes que ya no se justifican -como la renta presunta-, y una parte de los recursos que de ahí se obtengan deberían utilizarse para mejorar la competitividad tributaria de nuestra economía.