Por Juan Francisco Cruz Salas, Observatorio Judicial

Uno de los principales problemas del pluralismo jurídico es que la autonomía moral y jurídica que reclaman los pueblos originarios es tierra fértil para la arbitrariedad. Esto no es un problema específico de la cultura indígena, sino de cualquier comunidad que, en base a su historia y cosmovisión, anhela cerrarse sobre sí misma e inmunizarse del escrutinio y debate público propio de las sociedades modernas.

La propuesta constitucional pretendió eludir esta amenaza, estableciendo en el artículo 309.1 que los sistemas jurídicos indígenas deben respetar “los derechos fundamentales que establecen esta Constitución y los tratados e instrumentos internacionales sobre derechos humanos de los que Chile es parte”. Además, estableció como garantía la posibilidad de impugnar ante la Corte Suprema las decisiones de las autoridades jurisdiccionales indígenas (artículo 329).

Sin embargo, la garantía ofrecida es insuficiente. En efecto, la práctica de nuestros tribunales de justicia en la aplicación del Convenio OIT 169 y la Ley N°19.253 (Ley Indígena), muestran que apelar a los derechos humanos en abstracto y la revisión judicial son límites necesarios, pero deficientes ante el potencial peligro que representa la autonomía indígena sobre las libertades. Expongamos una materia que lo ilustra muy bien.

Hace una década que la Corte de Apelaciones de Temuco falla recursos de apelación que impugnan acuerdos reparatorios entre una mujer mapuche y su agresor por delitos en contexto de violencia intrafamiliar. Como es sabido, el artículo 19 de la Ley 20.066 prohíbe expresamente el acuerdo reparatorio en caso de violencia intrafamiliar.

Sin embargo, los jueces de garantía acceden a la salida alternativa argumentando que el Convenio OIT 169 ordena preferir los métodos tradicionales indígenas para reprimir el delito y que es costumbre mapuche resolver sus conflictos negociando. En muchos casos el acuerdo se circunscribía a que el imputado pidiera disculpas públicas.

Lo relevante es la disputa que se ha dado entre los jueces de segunda instancia respecto a las consecuencias del acuerdo reparatorio en la dignidad de la mujer mapuche. Para unos, el acuerdo implica aceptar una costumbre que la degrada y desampara en sus derechos fundamentales. Para otros, el acuerdo significa respetar el derecho a la autodeterminación de los pueblos indígenas, fomentar la consolidación familiar, así como una mejor protección a la mujer mapuche.

Lo que ocurre en tribunales muestra que existen casos difusos donde no existe consenso sobre si una tradición vulnera los derechos de una persona. El reverso de esta indeterminación pueden ser prácticas que atenten intensamente contra la integridad. De ahí que apelar a los derechos humanos en abstracto sea un límite insuficiente por su grado de ambigüedad en situaciones relevantes. ¿Dejaremos que sean los jueces quienes resuelvan situaciones tan sensibles para la vida, por ejemplo, de las mujeres indígenas?

Frente a la amenaza cierta que acarrea esta ambigüedad, debemos invertir la cuestión del pluralismo jurídico desde lo abstracto hacia lo concreto, es decir, primero conocer cuáles son las tradiciones que los indígenas reclaman para regular jurídicamente su vida en comunidad, segundo, y de existir esas costumbres, evaluar en un debate institucional público su legitimidad y tercero, y en caso de ser legítimas, analizar si realmente procede la autonomía jurídica indígena y bajo qué condiciones.

Aprobar la propuesta constitucional sin comprender el real impacto de las normas sobre plurinacionalidad es anteponer el derecho colectivo abstracto sobre la dignidad personal concreta. En ese sentido, lo razonable era que los constituyentes tomaran conocimiento de las tradiciones indígenas y evaluaran su legitimidad ‒como en cualquier proceso que busca transformar prácticas sociales en derecho‒. Ello no ocurrió. A pocas semanas del plebiscito, los chilenos no conocemos las costumbres indígenas, lo cual impide deliberar si respetan principios democráticos básicos.