En momentos como los que vive Chile abunda en algunos la tentación de inclinarse por lo extremos. Así, un fallido excandidato presidencial pide anticipar elecciones y resulta vapuleado hasta por sus compañeros de oposición ante tamaña irresponsabilidad. Colectivos extremos persiguen imponer sus agendas por la presión de la calle, negándose incluso a sentarse a dialogar. Por otro lado, los apóstoles del modelo insisten en que el malestar sería un invento y que todo esto sería una maquinación que debe reprimirse por las Fuerzas del Orden.

La realidad es mucho más compleja que el simplismo de las posturas extremas.

El contexto de la crisis es profundo, y dice relación con un malestar que viene incubándose por muchos años producto de la desproporción entre la vida de la elite cultural (donde entran políticos, empresarios, animadores de televisión, Rectores de Universidad, incluso algunos dirigentes sociales, etc.) y del Chile profundo. Mientras la elite goza de sendas comodidades y tiene certezas sobre su provenir, los pequeños emprendedores, los trabajadores, los locatarios y muchas dueñas de casa carecen de ingresos suficientes para terminar el mes y viven en la permanente inseguridad del endeudamiento, la enfermedad, el envejecimiento y la cesantía. Así, como una promesa incumplida, irrumpe la angustia frente a un modelo que pese a ofrecer meritocracia, muchas veces alberga nepotismo; pese a ofrecer competencia, muchas veces ofrece concentración; pese a ofrecer igualdad de oportunidades, muchas veces ofrece colusión, abuso e impunidad. Los logros de antaño y el evidente desarrollo de Chile en los últimos 20 años alimentaba la paciencia y la esperanza. Pero la apatía, la indolencia y la ineficacia de los llamados a liderar las respuestas desde la política –de todos los partidos, sin distinción–, la empresa, los medios de comunicación, los centros de pensamiento y los espacios de educación superior, se tradujeron en un: ¡basta ya!.

¿Qué hacer? Primero que todo, acusar el golpe y pedir una genuina disculpa por las acciones y omisiones que alimentaron esta desproporción. A continuación, asumir una agenda decidida de extirpar aquellos privilegios injustos que van desde la impunidad en la comisión de delitos hasta la evasión de impuestos (por mencionar algunas). Y luego emprender una agenda de reformas sociales que modifiquen realmente las AFP, la salud (en especial, la estructura de las ISAPRES-FONASA), el mundo del trabajo, el endeudamiento y la educación. No basta con inyección de recursos fiscales: necesitamos reformas que no sean cosméticas y que realmente atiendan a los errores en estos ámbitos claves para la creciente clase media.

Los chilenos no quieren revoluciones precipitadas ni saltos al vacío. Es tiempo de poner la pelota contra el piso, dejar de lado la soberbia de las "respuestas absolutas", sentarse a dialogar y construir entre todos, en democracia y dentro de la institucionalidad, las reformas sociales de la segunda transición de Chile, donde ya no solo seamos todos parte con el voto, sino seamos parte todos con condiciones mínimas de dignidad y futuro.