Por Humberto Verdejo Fredes, académico del Departamento de Ingeniería Eléctrica de la Usach

En el mundo, y en Chile también, la transición energética hacia las energías renovables es definitivamente un camino deseable y posiblemente inevitable, considerando que debemos responder a los desafíos que impone el cambio climático y el hecho que los combustibles fósiles son un recurso finito.

Pero que sea un camino deseable no basta. En nuestro país, ciertas iniciativas regulatorias que buscan promover la transición energética parecen pecar a veces de un voluntarismo que empaña el necesario rigor que toda buena política pública debe considerar para ser sostenible en el largo plazo.

Lo que viene ocurriendo en el sistema eléctrico en las últimas semanas es un recordatorio tangible del desafío que enfrentamos. Pocos días atrás, el Coordinador Eléctrico Nacional publicó su primer pronóstico de deshielos para el periodo 2021-2022, constatando que enfrentamos uno de los años más secos desde que existen registros. Esto significa que -de no cambiar la tendencia observada hasta ahora- nuestro sistema eléctrico dispondrá de aquí hasta el próximo invierno -cuando comience un nuevo ciclo hidrológico- de muy poca agua para generar energía. Esto resultará particularmente grave para el período de verano donde se incrementa intensivamente el consumo debido al uso de artefactos para enfriar ambientes.

La naturaleza variable y no gestionable de las energías renovables, la falta de un sistema de transmisión robusto para transportar energía desde el norte del país -donde están los mayores proyectos de energía solar-, y el aún incipiente desarrollo de sistemas de almacenamiento, hacen inevitable que en estas circunstancias debamos recurrir a fuentes fósiles para generar energía. Es lo que está ocurriendo hoy, donde nuestro sistema ha debido recurrir a las centrales diésel para generar en base, en circunstancias que se trata de unidades que han sido diseñadas para operar por pocas horas al día, y no de manera permanente, como está ocurriendo en la actualidad. Esto, sin obviar de que se trata de la fuente de energía más cara del sistema y la segunda más contaminante, tras el carbón.

En un escenario donde existe un cierto consenso en ir eliminando gradualmente las centrales en base a carbón, el gas natural se presenta como la opción más recomendable, un combustible que no tiene emisiones de material particulado y cuyas emisiones de CO2 son bastante inferiores a las del diésel.

El estrés al que se ve sometido hoy el sistema eléctrico -y que, como dijimos, se prolongará al menos hasta abril del próximo año- es un claro recordatorio de que la transición energética debe diseñarse de manera responsable y con una perspectiva de mediano y largo plazo.

A pesar de lo anterior, algunas señales de política pública no son consistentes con esta mirada y parecen ir en un sentido totalmente opuesto. En los últimos meses se ha venido discutiendo una nueva Norma Técnica del Gas Natural Licuado, que muy probablemente restringirá su uso en el sistema eléctrico. Si la Comisión Nacional de Energía tiene dudas respecto de cómo las compras de gas natural podrían estar afectando la libre competencia en el mercado eléctrico -que es una razón que la autoridad ha esgrimido para modificar la norma de gas natural licuado-, la regulación actual otorga herramientas para monitorear esta situación y tomar medidas para eliminar cualquier distorsión competitiva.

Entonces, ¿por qué cambiar los criterios de operación del mercado eléctrico con una norma que podría terminar dañando a todo el sistema, incluyendo a los consumidores? En efecto, restringir el uso de gas natural inevitablemente nos hará más dependiente del diésel, encareciendo los costos del sistema y haciéndolo más contaminante.

Como lo he planteado en distintas oportunidades, definitivamente no es este el momento adecuado para modificar la Norma Técnica del Gas Natural Licuado. La realidad -y la naturaleza por estos días- reafirman esta perspectiva. Todos queremos una mejor y rápida transición hacia las energías renovables. Pero en una materia desafiante como ésta, la transición no se logra solo con desearlo. Se necesitan políticas públicas rigurosas y responsables, que permitan recorrer este camino de forma segura, procurando cautelar siempre el bienestar social de todos.

En definitiva, más rigor, menos voluntarismo.