Por Yanira Zúñiga, profesora del Instituto de Derecho Público Universidad Austral de Chile

El anuncio de Nestlé de rebautizar un conocido producto como resultado de una política comercial que expresa una “mayor conciencia sobre las marcas y su lenguaje visual respecto del uso de estereotipos o representaciones culturales” generó una ola de reacciones en redes sociales y en diarios, algunas de ellas de mofa. Sin embargo, este hecho, aparentemente trivial, condensa parte de las más interesantes preguntas que la filosofía viene planteando sobre los vínculos entre lenguaje, identidad (individual y grupal) y discriminación. Entre otras: ¿Qué rol tiene el lenguaje en nuestras vidas? ¿Por qué nos resulta tan fundamental? ¿Cómo afecta a los otros el lenguaje que usamos? ¿Pueden las palabras herir y/o discriminar?

La presidenta de la Convención Constitucional, Elisa Loncón, ha recordado, a propósito del debate sobre el uso de lenguas de pueblos indígenas, que somos seres de lenguaje y que éste sirve no solo para saludar sino, sobre todo, para reflexionar. En el mismo sentido, Judith Butler advierte que el lenguaje nos constituye y, por tanto, es más que un instrumento de expresión, es la condición de realización de nuestra subjetividad. En suma, nos desarrollarnos a través del lenguaje (es decir, éste nos dota de agencia) y somos vulnerables frente a él. Para comprobarlo, basta rememorar las heridas y cicatrices que a todos nos han dejado las palabras lacerantes. No cabe duda, entonces, que el lenguaje puede dañar, incluso si quien habla no quiere deliberadamente producir ese efecto. Esto le ocurre especialmente a los grupos desaventajados porque son destinatarios de un lenguaje cuya historia está entretejida con la discriminación. De ahí, entonces, que el uso de expresiones o representaciones consideradas racistas venga siendo objeto de controversia desde el último tercio del siglo XX, incluso en el ámbito comercial. Así, por ejemplo, un producto de la marca chocolatera francesa Banania y la famosa historieta belga “Las aventuras de Tintín” han sido objeto de sendas demandas por contender expresiones e imágenes estereotipadas.

Pero que el lenguaje pueda dañar no implica que sea aconsejable prohibir o limitar per se la circulación de algunos términos, incluso aunque asumamos que evocan una historia de discriminación. No debe olvidarse que la censura es un arma de doble filo. Además, como dice Butler, el uso y el efecto de las palabras no se reduce a su sola enunciación. Silenciar algunos términos puede ser contraproducente, contribuyendo a preservar su poder de herir e impidiendo su resignificación. El lenguaje ha sido y es un instrumento moral y político que nos sirve para criticar, interpelar, desplazar y subvertir significados opresivos. En consecuencia, parte de su valor reside en ayudarnos a reflexionar sobre quiénes somos y quiénes podemos ser; en permitirnos conocer un pasado que, para bien y para mal, es importante recordar.